sábado, diciembre 17, 2005

muerte de un asesino

A las diecisiete horas cero dos minutos del día de hoy di muerte al matamoscas. Sin velorio ni entierro, sin despedida recordable, según mi disposición. Esta mañana prometí no tomar venganza contra las moscas. Quiero creer que el episodio de ayer, el de la taza de café, fue sólo un accidente. Cualquiera puede tropezarse donde no debe. Es por eso que, para no caer en la tentación, decidí prescindir de los servicios del matamoscas.

El matamoscas era de plástico rojo y llevaba varios años en desuso. No recuerdo cuándo fue la última vez que salí de caza con él. Hace no mucho tiempo descubrí cuánto más fácil es ahuyentar las moscas con un simple sacudón de mano. Incluso he logrado espantarlas sin derrochar tanta energía y sin distraerme de mis actividades. Basta un leve soplido para que ellas entiendan que el tiempo de molestar se acabó. Casi todas las moscas son seres inofensivos y bien educados. Por supuesto, como en todas las familias, siempre hay algunas que molestan más que otras, hasta cuando duermen, pero ésas son la minoría.

Ahora veo que cazar moscas sólo constituye una mera diversión, un pasatiempo, una excusa para contrarrestar el sedentarismo. Hay moscas más rápidas que otras. Las más jóvenes, aquellas de dejaron atrás la infancia y no han llegado todavía a la senectud, son atrevidas. Pululan en la cocina y se acodan sin temor junto al pan, el azúcar, la carne y un largo etcétera de alimentos. Ellas saben que son rápidas, inteligentes, y que tienen una vista mucho más aguda que la del hombre. Saben que a nadie le gusta interrumpir su comida, y mucho menos para matar a una insignificante mosca. En todo caso las personas las ahuyentan, y las moscas no pierden nada. Al contrario, gozando de su aparente insignificancia, dan una vuelta, se fuman un cigarro y se acodan otra vez en la mesa.

Hay personas que no saben matar moscas contra el viento. Yo solía hacerlo. Era como jugar al ping pong. Pero no se trataba sólo de diversión, aclaro. A veces era la dignidad de la especie humana la que estaba en juego, y uno debía defenderla, aunque no valiera la pena. Hay personas que persiguen cautelosamente a las moscas. Ven la mosca, hacen silencio, se acercan al matamoscas, lo agarran y vuelven la vista hacia donde estaba el insecto. Pero las moscas perciben el movimiento y pocas veces permanecen en el mismo lugar. Así que el victimario (“Sr. V” de aquí en adelante) rastrea la habitación, ve otra vez la mosca y se acerca a ella con el matamoscas en alto. Pero qué lástima. La mosca percibió el nuevo movimiento y se fue volando al living. El Sr. V afloja sus músculos y camina como un ser normal tras la pista del insecto. Una vez en la puerta vuelve a levantar el matamoscas, tensa sus músculos y mira alrededor. Ni rastros de la mosca. Ni un zumbido, ni un movimiento, nada. Pero el Sr. V no se da por vencido tan fácilmente. Está decidido a encontrar la mosca, sea como sea, y es por eso que incurre en un show poco menos que humillante. El Sr. V, seguro de que nadie lo está observando, comienza a blandir su matamoscas a diestra y siniestra, a lo largo y ancho del living, hasta que al fin da con el paradero de la mosca y ésta sale revoloteando por ahí. La mosca se posa sobre la cortina y mira de reojo, mientras el Sr. V piensa si acaso las moscas no mancharán las paredes de sangre como los mosquitos, y en ese caso ¡qué diría la Sra. V! La mosca se aburre y se manda mudar detrás del televisor. Batalla perdida para la humanidad.

No debe existir espectáculo más indignante que ver a una mosca tomarle el pelo a una persona. Como la mayoría de la gente desconoce la posibilidad de reventarlas contra el viento, esperan a que el insecto se quede quieto para cazarlo desprevenido, por la espalda. Cobardes. Quizá estén matando a mosquitas muy veteranas, casi seniles, o a mosquitas muy jóvenes, aquellas que todavía no han revelado los secretos del mundo que las rodea. Ellas no saben por dónde andan, sólo siguen su instinto. Todavía se sienten confianzudas y aterrizan sobre cualquier superficie, ignorando que morirán segundos más tardes, aplastadas por un cobarde matamoscas.

Así es que yo decidí liberar espacio en mi casa y dar muerte al matamoscas. No vale la pena conservar cosas que uno no va a usar más. Aunque no se trata sólo de eso, insisto. Ese matamoscas destartalado, ese pedazo de plástico rojo, ese invento primitivo es el monumento a la estupidez humana, a la pérdida de tiempo, al derroche innecesario de energía. Y con tantas desventajas que juegan en contra de ese aparato, a veces me pregunto si acaso no lo habrán inventado las propias moscas, para divertirse a costa nuestra. No sé. Dejo la interrogante. Yo por mi parte creo haber alcanzado un nivel superior de inteligencia, donde me resulta tan simple y bello convivir en armonía con las moscas y los mosquitos.

jueves, noviembre 17, 2005

la mosca radioactiva y las tazas feas

¡Qué asco! ¡Qué asco! ¡Qué asco! Llego al final de la segunda taza de café y me encuentro con una mosca nadando entre la borra, batiendo sus alas entre ese resto de lodo amargo. Qué maldición. Y no puedo drenar mi estómago, no quiero vomitar, odio vomitar.

A media tarde hice café y sobró. El resto lo guardé en el microondas, un lugar que hasta hoy consideraba seguro. Quiero parar de pensar en que quizá algún líquido segregado por la mosca se haya metido en mí. Podría haberme tragado la mosca, pero tuve suerte. Antes del último buche miré el fondo de la taza. ¡Qué asco! Cuando la vi entre la borra todavía estaba viva, nadando, y calculo que todavía sigue viva junto al resumidero de la pileta. Con el café instantáneo no pasan esas cosas. A las moscas tampoco les gusta.

Arreglé la cafetera. La gomita costó nada más que treinta pesos, y medio kilo de café, sesenta y nueve. La señora que me atendió dijo que la debía limpiar bien antes de usar, porque tiene hongos, y los hongos se comen el metal. Y limpié la cafetera. Pero la señora no dijo nada acerca de las moscas que se toman el café. No sé si ir a reclamar. Me parece que la señora no tiene la culpa. Después de todo debo alegrarme por que la fianza fuera tan barata, por que treinta pesos haya sido el costo total para tener a mi cafetera de vuelta, vivita y humeando.

En realidad la cafetera no es mía, la heredé de mi madre. Digo, no la heredé en el sentido estricto de la palabra, sino que la adopté, la recuperé. Mi madre la había abandonado y yo la traje de vuelta. En todo caso se podría decir que la heredé de mi abuela. Ella fue quien la trajo de Italia. Hoy almorcé junto a mi padre y mi madre, y ella quiso encargarse de hacer el café. Me pareció un fabuloso reencuentro, aunque me dieron ganas de echarle en cara su negligencia cuando me preguntó cómo hacía para darse cuenta cuándo el café estaba pronto. Es como olvidarse de andar en bicicleta. Son cosas que se saben una vez y no se olvidan jamás.

Así que la cafetera ya está arreglada y puedo entonces tachar con mucho gusto el punto número once de la lista. Pero el asunto de la mosca me hizo pensar en las tazas. Mi rechazo por las tazas que se usan todos los días en mi casa no es nuevo, pero como dije antes, el hombre es un animal de costumbres y se acomoda con todo lujo a su hermoso chiquero. La taza donde nadaba hace un rato la mosca es una taza de cerámica blanca, con una delgada línea azul alrededor de la boca y un logo inscrito en color naranja. Pocas combinaciones de colores son tan feas como esa. Blanco, azul y naranja. Recuerdo que mi padre recibió esa taza (y otras dos idénticas) como souvenir en una de esas fiestas que organizan los colegas del notariado en conmemoración del aniversario de no sé qué cosa. La fiesta debió haber sido maravillosa. Aun así espero que mi padre no haya pagado ni un mísero centavo por esas tazas. Lo que no entiendo es por qué tres. Como souvenir siempre se suele entregar sólo un ejemplar. ¿Será que otras dos personas se olvidaron a propósito de llevarse sus tazas? Cómo las envidio. Seguro no tienen moscas nadando entre la borra del café.

Pero veamos el lado positivo, insisto. La cafetera ya está arreglada y sólo costó treinta pesos. También tengo café para unos cuantos días. Ahora sólo queda ejecutar unas pequeñas reformas en los utensilios que anidan en el armario sobre la mesada de la cocina. Aclaro que mi rechazo por las tazas no se debe sólo a las tres que mencioné; hay otras cuatro también responsables de arruinarme el paisaje cada vez que abro la puerta. Una tiene el escudo de Peñarol, otra dice “I Love You”, y otra, la que más detesto, dice el nombre de alguien que no conozco. El nombre está estampado de manera prolija, en letras negras sobre fondo blanco, y el diseño en sí no es lo que me afecta. Lo que me saca de quicio es no saber cómo llegó esa taza a mi armario. ¿Quién es Francisco? No conozco a nadie en mi familia que se llame Francisco, nunca fui amigo de nadie que se llame Francisco, no sé qué es de la vida de alguien cuyo nombre es Francisco, y además no me gusta el nombre Francisco. Me hace pensar en Franco, en Pisco, en Risco, en nada agradable.

Y luego quedan otras dos tazas más, que aunque estén demacradas merecen un gran respeto. Son dos tazas inglesas iguales a las que aparecen en Taxi Driver, en la escena en que Robert De Niro y Cybill Shepherd charlan en el café. Son dos tazas de cerámica blanca, con el lugar de origen inscrito en la parte inferior, con dos líneas azules y una roja alrededor de la boca. Son dos tazas que han sido humilladas y obligadas a cumplir trabajos forzados. Y acuso a mi madre, la delato. Varias veces la vi partir y verter los huevos dentro de esas tazas y cocinarlos en el microondas. Y admito que yo también lo hice alguna vez, pero lo aprendí de ella. ¿O acaso fui yo el que descubrió esa forma de cocinarlos? No. Fue ella la que sacó esas locas ideas de una revista. Maldigo esa revista, esa impaciencia, esa ansiedad de no poder esperar a que hierva el agua. ¡Sólo seis minutos! Por eso ahora las tazas están rajadas, a punto de partirse en pedazos, todo por culpa de la radiación. Cuando uno apoya las tazas ya no suenan a cerámica. Es un ruido amortiguado, acolchonado, y uno siente que cada parte de la taza tirita por el miedo a desmembrarse.

Sin embargo, gracias a la vuelta de la cafetera, no habrá que esperar mucho más tiempo para que esas dos tazas sean redimidas y reciban su merecido descanso. Una noble retirada, un entierro pacífico y honorable es lo que tengo preparado para mañana. Mientras tanto, Peñarol, I Love You y Francisco serán extraditadas a los confines del armario, olvidadas para siempre sin ninguna culpa. Será entonces que con café recién hecho, libre de moscas y radiación, recibiremos a los nuevos utensilios.

martes, noviembre 01, 2005

otra oportunidad

un instante se abre
salgo al camino
en el borde veo
un hueco de luz

me asomo al cielo
n
o temo caer
en tu mano espero
que me lleves bien

a través de tus ojos todo está mejor

y me tuerzo, caigo
r
uedo sobre el pasto
cruzo sin saber
si en el abismo está la red


A través de tus ojos todo está mejor

salto hacia atrás
a tu reflejo en el mar
ciego y sin saber
dónde estás, si estás
despierta

jueves, octubre 13, 2005

somos barro

ayer perdí y no me hablaste
me dijiste con tu voz suave
qué te pasa

ayer te hablé y no miraste
no explicaste
qué nos pasó

quedás callada
hundida en esta cama
cerrando ojos sin compasión
detrás mis manos te ahorcan
asesinas

odio los minutos
el silencio de tu voz
las miradas
secas
muertas

lo podrido y el amor
se confunde en las palabras
todo es barro, barro, barro

martes, octubre 04, 2005

respaldo ausente

hoy un mundo se desvaneció
las memorias, los discursos
mil palabras silenciosas

en un segundo mi vientre calló
esperando, quieto
al vacío de dos ojos mudos

quise despertar otra vez
y oír su voz
esquivar el pasado
llegar hasta hoy y hacerme a un lado

ahora ella sólo será
cosas que nunca dije
sentimientos que jamás escribí
toneladas de alma en falso
un fantasma detrás de mí

viernes, septiembre 23, 2005

restos de un tiempo

1

A veces me resulta saludable relajar los músculos faciales, distender el resto del cuerpo, entrecerrar los ojos mientras sonrío placenteramente, y arquear la espalda toda hacia atrás, hasta donde mis vértebras son capaces de soportar. Absorbo entonces una gran bocanada de aire sucio, lo retengo en mis pulmones entre la mugre y el asco y me incorporo rápidamente de cabeza sobre el papel para enchastrarlo todo con tinta roja. Suelto las riendas del carro y dejo que la infinidad de arañas reprimidas y deformes que cohabitan silenciosamente en mi inconciencia estallen más allá de toda frontera.

Un impresionante vómito premeditado. Una inmensa bola de fuego que me dispongo a contemplar en el vacío de una soledad que se hace ruidosa, por momentos, pero termina siendo cautivante. Entonces, cuando la humareda se disipa ahí me veo a mí mismo tomando una silla y poniéndola sobre la acera mecánica de la sociedad.

Apenas alcanzo a recostarme y a estirar las piernas, ya las horas, los minutos y los segundos se arrojan sobre mí como salvajes criaturas hambrientas. Esos espermatozoides mutantes, con cabeza de murciélago y cuerpo de lombriz, me embisten desde atrás, asomando los colmillos y los ojos descarriados; me rasguñan la espalda, los hombros y la nuca, y siguen su curso monótono a todo vapor. Y yo resisto quedamente, cabizbajo, quizá por ignorar la salida del circuito, por algún capricho u obsesión, o por motivos que rayan el masoquismo. Permanezco quieto en mi sillita acolchonada, perfumada por quién sabe qué sustancia química creada artificialmente por las manos de algún hombre u otro tipo de máquina.

Así acepto el maltrato que perpetra este tiempo occidental re-re-re-reciclado y cada vez más veloz, más violento, más desastroso. Cierro los ojos y lo oigo respirar, lo siento venir como un ser dividido y multiplicado, muerto y revivido, rehecho y convertido en una entelequia automática, encarnado por cada uno de sus infinitos lacayos: más y más horas, minutos y segundos, décimas de segundo que aparecen y desaparecen súbitamente. Centésimas de segundo, milésimas... Miro de reojo pasar los parásitos. Diezmilésimas, cienmilésimas, millonésimas... y de pronto pasan a ser diez millones de cabecitas negras y peludas que arremeten violentamente contra mi espalda por cada segundo que pasa. Cien millones, mil millones, un billón de golpes ininterrumpidos. El horror se extiende desde el horizonte como una áspera línea negra. Me traspasa. Un corroído hilo metálico corre a través de mí a alta velocidad, incinerando mis entrañas, destartalando mis sentimientos y estremeciendo mi quietud.

Soy empujado por todos ellos, bicharracos asesinos, victimarios de la esencia, y me ordenan desprender inmediatamente mi trasero de la silla. Me gritan dando órdenes, me abofetean. Vociferan insultos y continúan fustigándome. Que me levante, que me levante, que me ponga de pie de una vez por todas y camine... ¡No! Que corra, mejor. Rápido, rápido, bien rápido, moviendo ágilmente esos pies mantecosos. ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya! Que el tiempo se acaba y yo sigo ahí sentado en el lugar de siempre, con los brazos colgando sin apuro, paciente e inmóvil, portando el mismo gesto de respuestas mudas y de mirada perdida. Y eso hace mal, me gritan. Que corra, que corra, que corra y no me deje influir por la gravedad, que despegue los pies de la cinta, pues el tiempo vuela, se va lejos y no hay vehículo que se desplace tan rápido como para alcanzarlo; él no se detiene por más que Dios insista. El Tiempo ha sido el artilugio perfecto, la evidencia más contundente con la que poner fin a todas estas charlas filosóficas e inútiles. Al fin, el Tiempo nos ha permitido verificar con total seguridad y rigor científico que el Todopoderoso ya no es quién para decirle nada a nadie, dictar órdenes o condenar a los pecadores con su obsoleta prepotencia celestial.

La divinidad se ha vuelto mecánica. El Tiempo y sus servidores se han convertido en la nueva fuerza motora y le han arrebatado el timón del barco Humanidad a su antiguo dueño. La eternidad ha sido quebrada mientras los hombres, envueltos en su inacabable rutina gris, contemplaban el litigio sobrehumano allá en lo alto, aplaudiendo y glorificando al moderno fetiche. La fe por la cual los hombres se aferraban a la idea tranquilizadora de un Dios casi palpable ha dejado de ser el soporte fundamental tanto para la vida individual como colectiva. El Tiempo precisa inexorablemente de cosas reales (y rentables) para mantener activa su enorme maquinaria. Toda forma y expresión del espíritu se ha declarado inutilizable, lejana, extraña, irreal... ¡ilegal!, y los hombres tienen ya completamente justificado su salto a la hoguera, para inmolarse sólo por el fin de mantener el aparato funcionando. El flamante artificio temporal, que aparentemente se aprestaba a devolverles tanto a los mortales –demasiado privados antaño de su cuerpo y lujuria-, los ha apresado a todos entre los dientes de su engranaje para succionarlos cuando sea necesario, como una bestia sedienta de combustible.

Por eso yo resisto sentado, ignorando el dolor en mi piel provocado por el roce continuo de las alimañas ejecutoras del tiempo. Siento los golpes, sí, y cada picotazo breve pero constante, constante, constante... como una imagen confusa y dispersa, al principio, que poco a poco se va encogiendo y endureciendo, hasta convertirse en una pequeña úlcera capaz de ser removida. Entonces entrecierro los ojos nuevamente y logro aislar la piedrita dentro de mí. La oigo flotar y retorcerse del dolor. Yo, en cambio, ya no lo siento. Puedo ver lejos en mi mente cómo el tiempo no se mueve en realidad, cómo estos parásitos que aparecen por la parte del horizonte ubicada a mis espaldas y desaparecen por la que está allí, diametralmente opuesta, se repiten uno tras otro. Son siempre los mismos. ¿Acaso dan la vuelta al mundo, trazando sin cesar el mismo círculo? ¿Por qué, entonces, oigo los gritos desesperados de gente que me repite que el tiempo se acaba, que hay que aprovecharlo, que la vida es corta? Quizá el tiempo no se mueva, cabe pensar. Quizá el tiempo no exista de manera absoluta y seamos nosotros más libres y plenos de lo que creemos ser.

¿Para qué vestir relojes entonces? ¿Qué es lo que miden todos esos artefactos no tan nuevos, no tan viejos? ¿Qué extraño hechizo evoca sobre nosotros ese par de agujas que gira en simultáneo con estos bicharracos homicidas? ¿Qué lleva a que nos detengamos en una esquina cualquiera y, mientras observamos al sol escondiéndose detrás de los edificios, pronunciemos irreflexivamente la frase mágica: “Ay, cómo pasa el tiempo”? ¿Por qué de repente nos sentimos incisivamente observados, inhibidos por ese minúsculo pero tan poderoso tic-tac que late allí debajo, aferrado a nuestra muñeca? ¿Por qué interrumpimos una conversación o estropeamos una mirada seductora para ver qué hora es, cuántos minutos han transcurrido desde la última vez que vimos el reloj?

Al fin y al cabo esa nebulosa vacía autodenominada “Tiempo” parece contener en su seno el método más fácil y estable, el más adaptado a la definición de “rutina”, para organizar y controlar nuestras propias vidas. La promesa en que confiamos al venir al mundo, de que “alcanzaremos todo lo que queramos ser, siempre y cuando nos dispongamos a ello”, nos ata implícitamente a la obligación de aprender y asimilar las reglas de esa maquinaria cósmica, de encajar eficazmente dentro de sus parámetros. Todo redactado en letra diminuta.

Al principio nos negamos y escupimos sobre el papel. El doctor vuelve a insistir. Y nada. El doctor sacude una, dos, tres y cuatro veces nuestras nalgas, cada vez con mayor fuerza hasta que finalmente firmamos. Entonces, tan pronto como sea posible nos obsequian un reloj y nos piden por favor que desconfiemos de nosotros mismos, que hagamos caso omiso de la naturaleza y evitemos todo contacto con ella; que la apartemos, la ignoremos y le digamos que miente cuando se nos muestre como la más verdadera y única forma de organización, capaz de envolverlo todo con su armonía bondadosa y eterna.

Por tanto hoy ha llegado el momento de levantarme de esa silla, tomarla por el respaldo y alzarla lo más alto que pueda apretando bien firme la madera, mientras río y lloro al mismo tiempo, conteniendo toda esta rabia y aire sucio en mi interior. Darme vuelta y enfrentar a todos los servidores del Tiempo mentiroso, que ahora tan sólo parecen una hilera confundida y raquítica, una inofensiva bandada de mariposas de papel carbonizado.


2

Mientras los restos de tiempo extensivo se retuercen ardiendo sobre la tierra, deposito la silla a un costado de la acera mecánica, acatando irreflexivamente las órdenes dadas por alguien que no parece ser yo. Obedezco así a cualquier acto reflejo, librando mi cuerpo a su propia voluntad, como si hubiera perdido totalmente el control sobre él.

Mi pasmo es infinito. Contemplo el estallido y evito responder a esa voz que me martilla y me pregunta qué voy a hacer ahora que aquel Tiempo ha muerto. Y los demonios del Tiempo ya por algún motivo sabían que su fin llegaría inmediatamente, pienso yo, que tarde o temprano, mientras continuaran ejecutando sus juegos asesinos y persiguiendo a mi mente tranquila, la muerte los iba a encontrar. Yo confiaba, yo esperaba.

Fue cómico. Poco antes de comprender totalmente qué me ocurría (y qué me ocurriría), me dispuse a contemplar tranquilamente aquel espectáculo que se avecinaba, como quién compra algo de comer y espera callado en su butaca el inicio de la película. Mi estómago había comenzado a hincharse y el resto de mi cuerpo se estremecía cada vez que me surcaba hasta la nuca un escalofrío. Y tras cada cimbronazo yo volvía a insistir en quedarme quieto, terco, aferrado a los apoyabrazos. Un calor vacío y agrio me corría por las venas, como un vasto río de lava y sus afluentes, mientras yo permanecía al borde del asiento, a punto de caerme y diluirme en mi propio infierno secreto.

Definitivamente el Tiempo y sus líneas del horror se habían extendido mucho dentro de mí, como un chicle seco y pálido ya de tanto ser masticado. Se habían ido estirando y estirando, impulsándose a sí mismos hacia delante, yéndose más y más allá. El Tiempo disfrutaba forjándome ese daño, aplastándome contra la cama de tortura, gozando al ver cómo mis extremidades se alejaban del centro de mi cuerpo y cómo yo gritaba y nadie me oía… hasta que el delgado hilito blanco que parecía quebrarse con sólo clavarle la vista, explotó. Una inmensa bola de fuego seco se propagó en mi interior, blandiendo llamaradas y escupiendo gotas ácidas, intentando provocar el mayor estrago posible antes de quedar reducida a cenizas.

Entonces al fin todo calmó y la temperatura comenzó a descender lentamente. Yo me incorporé sintiendo los dolores y eructé. Una pequeña nube de humo rojizo se elevó un poco hasta detenerse frente a mi nariz; apenas quise preguntarle qué hacía ella dentro de mí, se deshizo instantáneamente y cayó a mis pies.


3

Abolida esa masa de tiempo irreal, los espacios y las experiencias se contraen volviéndose más intensas y vívidas. La ansiedad ha desaparecido y ahora sí puedo disponerme a caminar serenamente, avanzar a paso lento si es necesario pero ya sin nunca detenerme jamás a pensar en cuánto falta o cuánto ha transcurrido. Ahora sólo veo el agua discurrir y me propongo sumergirme. Lo único desconcertante, capaz de provocarme por momentos cierto temor irrisorio, es esa viscosidad que pulula en el horizonte y que hace borrosa la imagen final del puerto de la salvación. Se siente como andar a tientas sobre una plataforma móvil, confiando ciegamente en el único hecho cierto de que el agua siempre va a parar a algún lado. El agua estancada, por el contrario, termina pudriéndose.

Transcurren los primeros instantes posteriores al estallido y la ausencia de aquella antigua regla temporal me hace sentir nauseabundo. Leves mareos y retorcijones de estómago que estoy dispuesto a soportar. Los ojos que ayer llevaba clavados estúpidamente en el horizonte quiebran ahora con extrañas visiones de otras épocas remotas e infértiles y se prestan para guiar a mi cuerpo entre las aguas de diferentes aromas y texturas. Lo que antiguamente ignoraba comienza a esclarecerse ante mi cabeza abierta, y puedo comprender hasta las cosas más diminutas e intrincadas. Todo se hace más intenso y mi fuerza crece para hacerse más abarcadora, al tiempo que la complejidad inextricable de este mundo hechiza a mis sentidos y les hace entender que jamás podrán saberlo todo.

viernes, septiembre 16, 2005

brazos inútiles

mis brazos caen como dos remos
que no alcanzan a tocar tu garganta
las distancias ahogan todos los susurros
todos caen al río y se hunden

por más que apunte no puedo oler
tu sombra detrás del horizonte
sólo recuerdos de la última vez
ciegos cantando tu nombre

quiero crecer en tu cuello
ser tu amuleto
ser el fuego y la sal
todo tan cierto

pero lejos caminan tus ojos celestes
lejos mis dedos no pueden tocarte
no pueden cerrarse, no llegan a ser
más que un abrazo en los sueños

sábado, septiembre 10, 2005

composición automática de escritura indescifrable número uno

Quiero componer para el cadalso que corroe mis entrañas con telarañas de palabras que desconozco, aires que se cuelan sobre mi lengua húmeda y quieren decirte sin decir nada, choques eléctricos de la conciencia que se transforman en tinta invisible, en cantos vacíos, en el eco de hojalata que suena como canción y rueda por el campo. Un bosque de árboles. Otro que no pudo hundirse bajo tierra y limarme la punta de los pies. Mis uñas limpias untan con manteca el aluminio. La torta calza justito y yo me alegro. Agarro la cuchara y la entierro en la mermelada de uva. No, la parra está seca, tía. Hay una guerra de corchos en el garaje, dicen. Diego se esconde detrás del sillón de hierro que parece una cárcel pero no es nada, sólo un refugio para los corchos y la artrosis. Paradójico. Sus músculos aún se despliegan libres, fuera de toda carga temporal, lejos de sus síntomas, tierra y camino por el que vamos a ningún lado, un cadalso que canta sólo para mí. Solo. Para. Todos con las cabezas para afuera, recibiendo en la boca todo el viento que deja atrás el parabrisas, con las migas de la torta en el regazo y el perro que nunca tuvimos ladrando como siempre, lamiendo los restos de la comida que todavía no ha salido del horno. Otro bosque de árboles. Árboles vida, árboles leña, árboles estantes sobre los que caen las fotos, las fotos que sacamos en el viaje que nunca hicimos a lo de la tía.

sábado, septiembre 03, 2005

la cafetera huérfana

Estamos a mediados de otoño y los días son gélidos. Parece invierno. Ayer volví de Buenos Aires. El viaje dura seis horas, de Tigre a Carmelo y de Carmelo a Montevideo. Y aunque uno se acostumbra y las horas pasan cada vez más rápido, más iguales, el tiempo sobra para pensar en las cosas que me quedan pendientes para hacer cuando llegue a casa. Siempre que vuelvo hago lo mismo. En algún bolsillo llevo una pequeña libreta y una birome. Una vez abordo y con los pies acomodados bajo el asiento de adelante, saco la libreta y comienzo a hacer la lista. Los primeros puntos son casi siempre los mismos: ordenar el dormitorio, quitar aquellos papeles de allí y ponerlos allá, poner los libros sobre el estante, archivar los que no quiero leer, ésos que heredé de algún lado y que sólo están ahí para hacerle compañía al resto. Y así avanzo en la lista y las palabras se van sucediendo de una manera inconsciente, por libre asociación de ideas o gracias a la mano de la lógica.

Ayer, cuando el ómnibus llegó a la terminal, guardé la birome y releí la lista. De las dieciséis acciones que tenía anotadas para hacer hubo dos que me llamaron la atención. Tres: guardar el televisor viejo que no funciona.

El televisor calzó a la perfección en un espacio vacío que vivía en mi ropero. ¿Qué hacía ese televisor en mi cuarto? El televisor sí funciona, pero no hay nada a qué enchufarlo. Ni corriente eléctrica ni antena. Sólo servía como soporte para el equipo de música que estaba apoyado encima. El hombre es un animal de costumbres. Uno puede vivir inmerso en el más inmundo de los chiqueros y acomodarse en él como si fuera el lugar más lujoso. Sólo hace falta salir unos días para darse cuenta del verdadero chiquero en el que uno vive. Si me quedara sentado en casa no podría hacer más que la lista de los mandados. Por suerte pude estar dos semanas fuera de casa. Ahora el radiograbador descansa más cómodo con todo un estante destinado para él. A su alrededor sobra espacio para apoyar otras cosas: enchufes, discos, casetes, una revista, objetos que esperan mi próximo viaje para ser incluidos en la lista de actividades pendientes.

Once: arreglar la cafetera. Este fue el segundo punto que me llamó la atención.

Debajo de la escalera de casa hay un gran armario que funciona como depósito de cosas que han caído injustamente en el desuso. Un depósito puede ser un tesoro. Por ordenar, por limpiar, por capricho o por lo que sea, muchas veces uno guarda o esconde adornos y utensilios. Luego, por olvido o desatención, esos objetos comienzan a agonizar y nadie se acuerda de ellos. Uno los abandona sin querer y allí quedan, a la deriva, con su belleza opacada tras las puertas del armario, como una madre que abandona a sus hijos o los lanza a un abismo oscuro para esconderlos de la vergüenza ajena. Objetos antiguos, pasados de moda. Bienvenidos los nuevos, plástico, telas sintéticas, edulcorantes.

Sin embargo, cuando más tarde uno recorre otras ciudades, visita otras casas y se encuentra con otras historias, se siente atraído por los objetos que tienen olor a viejo y a tradición. Como cuando una pareja viaja y entra a un café. Ellos se sientan junto a la ventana, uno a cada lado, levantan el dedo al mozo y ordenan. Están haciendo turismo y reparan en cada detalle, todo les llama la atención. Pasean su vista por el local y comentan cada cosa, cada adorno, cada objeto que les recuerda a algo y aviva sus sentimientos. Es como un olor que llega de otra galaxia, pero que sigue de largo y es también olvidado, al posarse sus ojos sobre aquel otro nuevo detalle.

Y con mi cafetera pasaba lo mismo. Mientras estaba en Buenos Aires visité a una amiga y ella me invitó a tomar café. Me enseñó los pocillos nuevos que se había comprado. Muy lindos, uno de cada color, haciendo juego con sus respectivos platitos. La acompañé a la cocina para no perder el hilo de la conversación, y allí mismo, sobre la mesada de granito, vi la cafetera. En ese instante no le di importancia y seguí hablando. El café estuvo pronto, ella los sirvió y fuimos a sentarnos al living. Fue cuando di el primer sorbo que los recuerdos se me vinieron encima. ¡Mi cafetera! Igual a la mía. ¿Dónde estará? Hace poco tiempo la había vuelto a ver, al hacer lugar para lanzar al tártaro un viejo cenicero de cristal. Le dije a mi amiga que el café estaba rico y me dio vergüenza confesar que yo tenía una cafetera idéntica, pero en desuso, olvidada en algún rincón de los depósitos. Me limité a preguntar qué café era y seguimos hablando de otras cosas.

Al bajarme del ómnibus y releer el punto once, me dije que lo primero que haría hoy era buscar la cafetera y llevarla a arreglar. Ahí estaba, esa era la razón por la que la cafetera había sido lanzada al olvido. Algo en su sistema había fallado, y en lugar de repararla, mi madre la había desterrado a los confines del armario. Me sentí culpable, estúpido y culpable. Cargué mi bolso y vine a casa. Hoy me desperté y no tuve hambre. Pensé que lo más justo era sentenciarme a un día de ayuno. Lo único que me preocupaba era llevar a arreglar la cafetera. Sabía a dónde y cómo, me acordaba qué era lo que había que arreglar. Me vestí, di vueltas, guardé el televisor, ordené un poco el dormitorio y busqué la cafetera. Revisé el armario bajo la escalera y no me detuve en ningún objeto que no fuera la cafetera. Pero ella no aparecía por ninguna parte. Revisé también mi ropero, la cocina, los cajones. Nada. Había desaparecido. Llamé a mi madre y le pregunté si se acordaba dónde estaba. Nada. Después cuando yo vaya la buscamos bien, no te preocupes. ¡Pero yo la quiero encontrar hoy!

Sé que soné muy estúpido al teléfono. Nadie se preocupa tanto por una cafetera. Si no va hoy, va mañana. Pero yo prometí que iba a ir hoy. Por lo menos debería aparecer, decir hola. De haberla extraditado para siempre, nunca se lo perdonaría. Entonces volví a revisar el armario, la cocina, los cajones. Palpé cada bolsa y abrí cada caja, pero nada. Era como si el mundo de los objetos abandonados conspirara contra mí. Y ahora me da miedo dejar pasar el día. Temo acostumbrarme otra vez al chiquero y abandonar por segunda vez la cafetera. Sé que es necesario actuar y cumplir el punto número once hoy mismo. Pero me siento frustrado y hambriento. Todos los esfuerzos resultaron inútiles y el ayuno fue cumplido a rajatabla. Todavía faltan catorce minutos para que sea martes y mientras tanto no puedo hacer otra cosa que cumplir mi condena en paz, sentado frente al escritorio, sin querer dejar que pase esta preocupación, la misma con que espero despertar mañana.

jueves, septiembre 01, 2005

años noche (bisiesto)

Unmade bed (Imogen Cunningham)

lunes, agosto 22, 2005

años noche

Veo a mi lado dos sienes frías
Durmiendo en la cama que nunca hicimos
Naufragio de soles bajo el colchón
Tan quietos como antes

Ahí viene el tiempo a echar sus redes
Sobre mi cara y tu corazón
Y este desierto que nos separa
No le dará nada, no dirá adiós

Somos dos islas cada vez más lejos
Unidas por un par de sábanas rotas
Extraña tu cara
Extraña tu piel
Extraños los ruidos al despertar

Veo a mi lado un pozo infinito
Donde cayeron nuestros hijos sin nombre
Junto mis manos, las acerco a las tuyas
Cierro los ojos y me entierro en el mar

De días felices
Corriendo en la arena
Metros antes
De la tempestad
Y ahora

Somos dos islas cada vez más lejos
Unidas por un par de sábanas rotas
Extraña tu cara
Extraña tu piel
Extraños los ruidos al despertar

sábado, agosto 20, 2005

tengo un cerebro

Esta no es la primera vez que intento comprender cómo funciona mi cerebro. Me resulta imposible imaginar cómo piensa, cómo razona, cómo se acuerda de las cosas, cómo hace para no volverse loco. Al parecer, no soy capaz de pensarme a mí mismo. Qué extraño.

Pero mi cerebro me consuela y me dice que no me preocupe, que entenderlo no es tan simple. Se ofende cuando lo comparo con el motor de un auto y me pide que siga adelante, que no me detenga a pensar en sus cosas, que no lo cuestione. Pero no puedo. A veces me maravillo tanto que grito: ¡Tengo un cerebro!

Resulta que ayer fui a cenar a lo de un amigo. Hacía más de dos meses que no lo veía y sólo había ido una vez a su nuevo apartamento. Me bajé del ómnibus y caminé hasta la puerta del edificio. Me detuve frente al portero eléctrico y leí las placas, pero en ninguna figuraba su apellido. El apartamento era alquilado, y pensé que tal vez la dueña del apartamento no le permitiera cambiar la placa. Vieja idiota. Lo más lógico era que allí figurara el apellido de mi amigo, no el de ella. ¿Por qué la gente es tan vanidosa?

Quise recordar el número del apartamento, pero no pude, así que comencé a inquietarme. Saqué una mano del bolsillo y volví a ojear las placas, repasándolas una a una con el dedo y leyéndolas en voz alta. Pero no. Era claro que el apellido de mi amigo no figuraba ahí, que en su lugar había otro apellido y que no había nada que yo pudiera hacer, excepto esperar a que apareciera algún vecino. En ese caso le explicaría la situación y todo se solucionaría sin problemas. El inconveniente, señora, es que no recuerdo el número del apartamento, pero sí sé en qué piso vive y qué puerta es. Si usted me permitiera entrar… ¿Cómo que no? Hace más de quince minutos que estoy acá afuera. Bueno, sí, claro que la entiendo. Espere. Hagamos así: yo le indico en qué piso y a qué altura del corredor está la puerta, y usted me dice el número. ¿Cómo que no?

Estuve largo rato con los ojos clavados en el panel metálico, barajando la idea de apretar cualquier botón y probar suerte. Pero soy cobarde. Quise que mis manos se desprendieran de mi cerebro y actuaran por sí solas, sin arrepentirse tanto. Pero no. Prendí un cigarrillo y me dispuse a esperar. Creo que pocas veces en mi vida me había sentido tan inútil, tan impotente.

Eché una mirada a lo largo de la cuadra y a menos de veinte metros vi un teléfono público. Fantástico, pensé. Un mínimo de esperanza. Saqué tres monedas, caminé dos pasos y enseguida me detuve, asaltado por el vacío que generaba mi memoria. La maldije. Yo sólo quería recordar el número de teléfono, pero ella no hacía más que arrojar datos inconclusos, erróneos. Siete. Error. Diez. Error. Nueve. ¡Error! ¡Error! ¡Error!

Respiré hondo, guardé las monedas y me senté en un murito cercano al edificio. No quise despertar sospechas en las personas que estaban cenando en el restorán de enfrente, junto a la ventana. Cómo las envidiaba. Ellas conversaban seguras, cómodas, con sus abrigos colgando en los respaldos de las sillas. Las vi masticar, beber, sonreír. El vidrio comenzaba a empañarse a medida que entraban más clientes.

Apagué el cigarrillo contra el murito y me quedé unos minutos mirando a través de la puerta del edificio, avivando y reavivando la misma ilusión de que apareciera algún vecino. Incluso imaginé que mi amigo bajaba y se asomaba a la vereda, aunque no sé muy bien para qué, si para tirar la basura o para tomar un poco de aire fresco.

Luego quité los ojos de la puerta, los puse otra vez sobre el teléfono público y lo insulté en voz alta. Fue un acto inconsciente. Me molestaba su indiferencia, su capacidad para quedarse ahí parado quieto sin hacer nada, dándome la espalda, con su enorme bocota apuntando hacia el restorán. Allí nadie lo necesitaba, nadie iba a darle limosna. Y yo sí. Yo estaba dispuesto a hacerlo, a depositar con gusto mis tres monedas. Pero, ¿era siete diez o siete cero uno? Maldita memoria.

Bajé la mirada. Me sentía frustrado y solo. Recogí un par de ramas secas del piso y comencé a quebrarlas una por una. Luego ubiqué cada trozo a lo largo de mi muslo, dibujando los maderos de viejos andenes. De pronto, impulsado por un nervio involuntario, me puse de pie y caminé hasta el portero eléctrico, decidido a probar suerte. Tocaría cualquier botón. Ahora sí. Me importaba un pito que fueran las once y media de la noche. Sólo pedía consideración por un desmemoriado que hacía más de una hora estaba parado a la intemperie, tragando frío y sin saber qué más hacer. Once y media de la noche. Cualquier persona entendería. Y quien no lo hiciera, tenía todo el derecho del mundo a irse al demonio. Con pequeños pasos me acerqué al portero eléctrico y sentí mi mandíbula atiesarse hasta quedar inmóvil. Miré alrededor y volví a envidiar a los clientes del restorán. Al teléfono lo insulté por última vez. Releí las placas y busqué una S. Alcé la última rama que me quedaba en la mano y con el otro extremo presioné el trescientos dos, familia Saverio.

-¿Sí? –dijo una voz masculina.

-¿Aldo? –pregunté, mientras bajaba lentamente la rama.

-Pasá –dijo y accionó el portero.

Mi mandíbula se distendió. Tiré la rama y empujé la puerta.

-¿Abrió?

Me volví para responder que sí, pero escuché el clic al otro lado del altavoz. Entré y sonreí. Mientras subía las escaleras me sentí estúpido por haber esperado tanto. ¿Quién me manda a hacerle caso a mi cerebro?

miércoles, agosto 17, 2005

tablero tierra

De repente, sin haberlo previsto, llegó el día en que él se aburrió de este mundo y se dio por vencido. Sí. Decidió salirse de su cuerpo, vomitar las bellezas concebidas por él mismo y elevarse hasta fundirse con el cielo. Al llegar, respiró profundamente y allí se quedó, meditando sobre lo que había hecho.

Pasaron las estaciones y él no se movió de su rincón entre las nubes. Estaba quieto, esperando una paz cualquiera que lo aliviara. Pero no podía. Se perturbaba cada vez que entreabría los ojos, miraba hacia abajo y veía a su cuerpo, inútil, torpe, intentando sobrevivir sin él, que estaba en otra parte. Le daba lástima y lo sentía necesario, las dos cosas al mismo tiempo.

Pero llegó el día en que no fue capaz de extrañar una gota más y decidió hacer un nuevo intento. Expulsó de su memoria todos los recuerdos y se acurrucó. Se dejó bañar, esperó a estar bien pequeñito y su piel toda arrugada, y nació otra vez.

Sus primeros años fueron fáciles y sólo bastaba un llanto o extender la mano para tener el mundo entero en su boca. Sonreía, lloraba, y todos parecían entenderle a la perfección. Creció, habló, caminó, pero todo eso le aburrió rápidamente y volvió a alzar la vista al cielo. Al día siguiente de aquel invierno, cuando nadie lo veía, aprovechó la fuerza del tedio y volvió a desligarse de su cuerpo, que ahora no le dolía tanto. Apenas se asomó fuera de sí, el cielo lo absorbió tal como lo había hecho antes.

Pero esta vez ya no pudo esperar tanto y quiso nacer de nuevo, enseguida, sin dejar pasar siquiera una estación, sin meditarlo un segundo. La ausencia lo mortificaba y él extrañaba ansioso. Desesperaba. Y cuando se acurrucó bajo la canilla, todo dispuesto para descender en blanco, lo perturbó un pensamiento. Por más que intentaba no podía llegar en su memoria hasta aquel momento en que decidió lanzarse como rayo al mundo y nacer por primera vez. No podía pero deseaba poder. Le era necesario para decidir si arrepentirse o no, y no podía, pero quería, y no podía, y le era necesario saber para optar. Si no lo veía en un recuerdo, no podría hacerlo, no podría descender en paz. Pensaba, pensaba. Pero no se le ocurría nada. ¿Acaso habría sido su propia decisión la de bajar y convertirse en materia? ¿No habría algún otro ser anterior a él que le hubiera ordenado llevar a cabo ese descenso? Pensaba, pensaba… Nada. No podía llegar al origen, ni mucho menos ver si había, aparte de él, algún otro culpable de su situación. Pensó por última vez. Como no obtuvo respuesta, decidió pensar que sí, que había otro, y se entregó así sin más al olvido.

Y nació.

Cuando recuperó el habla se asombró de la cantidad enorme de cuerpos que pululaban por el mundo. Los veía en mapas y en los anuncios. Ciudades enteras repletas. Edificios, edificios, expediciones a otros planetas, y por más que quiso sentirse orgulloso de todos ellos, no pudo. Veía cómo los que antes habían sido sus cuerpos ahora se mataban unos a otros, se lanzaban como bestias sobre sí y se escupían. Entendía ahora que él no era el responsable de todo eso, o, al menos, eso era lo que quería creer. Le costaba aceptar que por errores de cálculo, por meditaciones rápidas o vacías, ahora el mundo estuviera como estaba. No podía ser él, debía de haber otro, alguien anterior a él, alguien que fuera responsable de todo eso, por favor. Haría un último intento por recordar algo, pero no. En cambio, se arrodilló y elevó una plegaria, en la que ni siquiera él era capaz de creer.

jueves, agosto 11, 2005

mitad silbido

me interno en la oscuridad
con las manos en los bolsillos
un moisés frío en medio de la noche
el viento rabioso me quita el humo
otra bocanada que no pude sentir
las lentas chispas que vienen de la calle
se entreveran con los relámpagos
de un viejo televisor
el frío se hace frío y se cuela por mi ropa
todos los abrigos no son suficientes
y aunque cierre los ojos
igual
me mezo en los pies, soy celeridad

anclada en medio de cuatro paredes
caen del cielo diez mil gotas densas
estiro la mano y siento el crujir
diez bolsas negras tiritan nerviosas
la parra quieta resiste otro invierno
hace quince años
igual
me absorbe la nube, soy humedad
sobre una alfombra dibujo trompos
burbujas de truenos y de ruidos
me tiñen
de sal

aprieto los ojos y me daña el viento
el leve zumbido se vuelve estertor
aprieto los ojos, aprieto los ojos
daño, viento, zumbido, estertor
ahora más cerca las olas perfectas
abren su boca, enseñándome sus dientes
suben inmensas, mojan mis llantos
me hacen pesado y escribo caer

domingo, agosto 07, 2005

pienso en la rana

Todos los días había una rana que me esperaba sentada en la vereda. Yo salía de casa, cerraba el portón y le eructaba. Ella nunca me miraba cuando me iba a la escuela, pero siempre se reía, burlándose de mí. La quería matar, librarme de ella, asarla a la parrilla.

En casa mamá solía prender la estufa a leña. Mi padre nunca lo hacía. A veces comprábamos morcilla, chorizos, algo de carne y asábamos todo ahí, con un par de morrones y una cebolla. Era rico comer los inviernos. Se iba el frío y dejaba cuatro platos servidos en la mesa, dos vasos de vino y dos de agua. Casi nunca comprábamos Coca Cola, aunque mis padres tomaran vino. Ellos decían que su botella les duraba una semana y que la Coca no valía la pena porque se nos iba en el día. Eso decían.

Me gustaba cuando venía el camión cargado de leña y tiraba los troncos frente a casa. Mi hermano, mi madre y yo los llevábamos en carretilla hasta el fondo. No sé por qué mi hermano y yo siempre estábamos vestidos con la misma ropa, con el uniforme de gimnasia de la escuela. Muchas veces vestidos igual, no sé por qué. Y mi padre nunca estaba. Él trabajaba hasta tarde y nunca aparecía antes de las nueve. Sólo los domingos podíamos hacer cosas juntos. El camión se iba y entre los tres llevábamos todo hasta el fondo y lo apilábamos contra la pared. Me gustaba cuando prendíamos la estufa en invierno. Me gustaba bajarme del ómnibus y ver el humo saliendo de la chimenea. Podía sentir el calor media cuadra antes de llegar a casa. A veces el sabor a carne. Espantaba la rana, abría la puerta, tiraba la mochila, me sentaba junto a la estufa y miraba televisión, mientras la grasa caía a chorros sobre las cenizas y la saliva se me hacía ríos en la boca. Me gustaba ver a mamá cortando el pan a través de la puerta de la cocina. Odiaba cuando la tranquita del piso se zafaba y la puerta vaivén nos separaba intermitentemente. Qué estúpido mi hermano. Siempre que pasaba desbloqueaba la puerta y nunca la volvía a poner en su lugar. Entonces mamá quedaba de aquel lado, cortando pan, y yo de éste, mirando la carne asarse en la estufa, alternando la vista entre la grasa y la televisión, ansiando que llegaran los reclames para ir a robarle una rodaja y asaltar la parrilla.

Más que la carne me atraía el paisaje de brasas ardiendo, y nunca hice caso de las advertencias. ¿Por qué me iba a mear en la cama si jugaba con fuego? Siempre sospeché y descubrí las mentiras. Cuando no había nadie más en casa solía agarrar un pomo verde, llenarlo de alcohol o kerosén y rociarlo sobre la estufa. No sólo para encenderla. Me hipnotizaba ver el chorro de combustible prenderse fuego y sentir mi cara iluminada por el calor. Me gustaba apretar el pomo lentamente y arriesgarme, achicando la distancia entre las llamas y mi mano. Lo mismo hacía con los aerosoles y todo lo que pudiera incendiarse. Diarios, revistas, petardos, facturas de teléfono. La sonrisa piromaniaca se me dibujaba de oreja a oreja. Se estiraba demasiado. A veces dolía. Verde, ansiosa, chispeante, como la rana que nunca más rió desde la vereda.

Pero ahora no compramos más leña. Hace tiempo que no cargo los troncos hasta el fondo y no siento el olor media cuadra antes de llegar a casa. Y mi padre sigue llegando tarde, aunque los martes y jueves hace el esfuerzo para salir temprano e ir al club en el auto con mamá. A ella le gusta cuando pueden ir juntos, aunque no lo demuestre. Una vez cada quince días aprovechan el viaje y traen una garrafa de supergás, porque en la estufa a leña ya no hay más leña. Ahora hay botellas de vidrio llenas de agua y flores, y también una olla de cobre y una plancha antigua de metal negro. Las morcillas, los chorizos y la carne se hacen en el reluciente hornito de metal, a fuego moderado, sin chispas ni brasas. Los morrones y las cebollas las calentamos en el microondas.

Ayer domingo comimos carne y mamá compró Coca Cola (a ellos todavía les quedaba vino en la alacena). Abrí la botella y serví para mi hermano y para mí. Mi vaso era más grande y lo llené hasta el tope. Miré a mi hermano pero él no dijo nada. Parecía no importarle, como si de pronto hubiera dejado atrás los milímetros y los puñetazos. Mamá no se sorprendió al ver que la botella bajaba tan despacio, y se olvidó de repetir que en realidad no debíamos tomar nada durante las comidas, que si queríamos había que hacerlo una hora antes o una hora después. Eso decía, mientras acompañaba el bocado de carne con un sorbo de vino.

Antes de pararme le ofrecí a mi hermano servirle un poco más y él asintió con la cabeza, mientras contaba su chiste del gallego que contrabandeaba carretillas. Luego tapé la botella, recogí las sobras y me levanté de la mesa. Guardé todo en la heladera, agarré una manzana y me fui a ver televisión. Al pasar destrabé la tranquita del piso y la puerta vaivén se cerró, asegurándome que no oiría los resoplos de mamá al quejarse de lo difícil que era limpiar el hornito de metal. Tiene más vueltas que el oído y la grasa queda pegada en los alambres y hay que calentar agua y pasarle con la de aluminio y por qué no compramos ravioles. Me dejé caer en el sillón y prendí la tele. Arrimé la estufa, la puse en dos y me quedé quieto, tieso, mirando fijo a través de la ventana, intentando recordar si lo que me había esperado tantas mañanas en la vereda era una rana o un sapo, si era yo el que eructaba o ella la que me croaba tan atrevida.

martes, agosto 02, 2005

vuelvo en cinco

¿Con quién quiero hablar? ¿Qué quiero decir? ¿Tengo algo para decir? Acabo de decidir no pensar más. No sé por cuánto tiempo. Quizá sólo deje de hacerlo hasta terminar de escribir esto, que no sé qué es. ¿Una carta? ¿A quién? No, nada, a nadie. Es que estoy apagado y se me ocurrió sacar esto. Después voy a leerlo y ver qué hice. Tal vez así sea más fácil despertar. Repito: no sé qué es esto. ¿Tormentas olvidadas de otras épocas, crisis esperando explotar? ¿Qué será? Peleaba ayer por tener tiempo libre, y hoy que lo conseguí, ya no tengo ganas de usarlo. No sé dónde estoy ni de dónde escribo. Yo estoy aquí, sí, es cierto, eso es fácil de decir. Pero no me engaño. Hay algo que no cierra como todos los días. Otras veces la cuestión es bien simple: estoy triste o alegre, o en un punto intermedio. Pero hoy no es así. Hoy es raro. Me siento en otro lugar, tal vez en un pasado no tan lejano. Unos dos o tres años atrás, quizá, una tarde gris, un par de lágrimas tímidas, internas. ¿De qué? No recuerdo. Tal vez por eso haya viajado hasta ese instante. ¿Adónde voy, quién me lleva?

Ahí estoy, ya casi estoy, pero no sé a qué vengo. Ahora estoy fuera de mí, a un lado, viéndome recostado contra la pared de la ventana de mi cuarto que da hacia el balcón, mirando los edificios al otro lado de la calle. Luego más allá, lejos, con la mirada perdida. ¿Adónde estoy mirando, a quién, por qué no miro hacia adentro? Me lamento, me estoy lamentando, pero creo que también estoy un poco contento. Esa sonrisa en la cara, debe ser porque siento estar vivo. Sufro entonces existo. Soy yo, soy yo, pero no sé por qué, no hay nada que me defina, una palabra, nada, salvo un inmenso dolor. Dolor que ahora, con lejanía, ya no siento. Quizá sea eso lo que me perturbe. Ya no siento aquel dolor, más bien ninguno. ¿Por qué? ¿Adónde fui? Otra vez deseo tanto desintegrarme. Sé que estuve en el pasado, me sentí vivo, pero ahora no lo sé, ya no más. Me han matado y sigue viva mi piel, al menos por estos días. Me siento vacío y mi vista se pierde mientras ceno junto a mi familia. No tengo de qué hablar, no siento ser el mismo de antes, aunque antes sólo quiera decir una semana atrás. Ya no tengo ganas de hacer nada, estoy apático, y se me perdió el por qué y el cuándo volveré. Me paro, voy al baño, vuelvo, me siento, echo a andar un disco, finjo estar alegre o ser yo mismo. ¡Finjo frente a mí mismo! Pero nada, no vuelvo, nadie vuelve. No tengo la más pálida idea de dónde me quedé, pero confieso, a pesar de todo, que me gustó escribir esto. Aun siendo nadie, me gustó decirlo, decir que no soy nadie y que no estoy acá y que no sé cuándo voy a volver y que ya me fui pero que no sé a dónde y que si alguien me busca, no estoy, que regreso en cinco.

viernes, julio 29, 2005

arresto

Ya conoce sus derechos, dijo el policía, y con cuidado le colocó en su muñeca el reloj.

palabras muertas

Por qué cuando te oigo mis palabras callan
Y se endurece mi boca tímida
Por qué cuando te veo mi piel se crispa
Y ya no puedo sentir nada

Salvo mi angustia haciéndose grande
En mi interior, apuñalándome
Uno a uno, los dolores de siempre

Te oculta mi ser un rencor
Y las ganas de extrañarte
Residen en mí criaturas
Anidando amores cortantes

Diáspora sentimental. Perdición
Amor rabia locura dolor

Ves la fachada que renace
Una y otra vez para cubrir
Todo el destrozo que provocas en mí

Ves al niño retorciéndose
Entre los ecos podridos
De palabras muertas
Que nunca te pudieron hablar

martes, julio 26, 2005

que los cumpla feliz

Otra vez nos encontramos. Hace tiempo que no nos veíamos. Siempre que nos vemos decimos que vamos a hacer tal o cual cosa juntos, pero al final no hacemos nada. Espero que esta vez sea diferente. Llegaste, saludaste y te paraste a mi lado. Es aburrido saludar a todas las personas, una por una. A más de la mitad no las conocés. Empezamos a hablar. Las bocas se destapan sin apuro. Al principio sólo intercambiamos palabras casi vacías, sin sentido. Evitamos el silencio. Y así las frases se van llenando y nos vamos encontrando otra vez, como todos los años. Pero esta vez va a ser diferente. No va a pasar tanto tiempo. Me preguntás si todavía tengo la cámara de fotos, si ya terminé la facultad. Y te digo que sí, que ahora estoy con algo de tiempo libre, que la próxima semana te llamo y nos juntamos a tomar mate o a andar en bici. Y podríamos ir con la cámara.

Acá hay mucha gente, mucho ruido. Hablan tan fuerte y todos al mismo tiempo. Seguimos hablando, como si al hablar nos acercáramos más y más. Lo disfruto. Vuelvo a ser tu amigo. Te recuerdo cuando íbamos juntos a la plaza o a los recitales. Me gustaría ir de vuelta. Te invito a un concierto de jazz que va a haber este martes. Me decís que sí. Yo me ofrezco para ir a comprarte la entrada. Mañana tengo que dar unas vueltas cerca del teatro y ya aprovecho... Igual el lunes te llamo y me confirmás. Dale. No soporto el barullo. Vamos para la cocina, vení. Traé tu vaso. Yo agarro una botella que está casi vacía. Nos sentamos en la mesada. Sirvo un vaso para cada uno y seguimos hablando. Ahora compartimos algunos sentimientos. Vos preguntás y yo respondo. Yo te cuento un poco de mi pasado, como si nunca lo hubiera hecho, y vos me decís que te pasó lo mismo. Aunque también decís que algunas cosas no son tan así, que a vos te pasó diferente. Pero te pasó. Y ambos sabemos a qué nos estamos refiriendo. La botella apenas alcanzó para dos vasos. Ahora tomamos agua de la canilla. No importa.

La hermana de Martín pasa con la torta y dice que vayamos a cantar el feliz cumpleaños (qué nombre tan idiota para una canción, pienso). Decimos que sí, que ya vamos. Entonces yo cierro la frase y te digo que la seguimos después. Volvemos con la multitud. Cantamos, aplaudimos. No nos importa. Vos no querés comer torta, pero yo sí, así que te pido que agarres un pedazo y me lo des. Ahora tengo dos. Soy feliz, como el que cumple años. Pero igual me siento triste porque ya no podemos hablar más. Resultaría forzado si te pidiera que me acompañes otra vez a la cocina. Así que vos hablás con alguno de tus ex compañeros y yo me sirvo un vaso de whisky. Me siento y espero que la fiesta se acabe. Me quiero ir pero me cuesta tomar la decisión. Uno de tus ex compañeros, Walter, se va y vos le preguntás si te puede alcanzar. Te dice que sí. Te levantás, me saludás y quedamos en hablar el lunes. Desaparecés por la puerta. Yo sigo tomando, me prendo un cigarro y espero, con la mirada clavada en la mesa. Pero enseguida apago el cigarro y me pongo de pie. Agarro la campera y camino hacia la puerta. Te sigo. Veo que todavía no te fuiste, que estás hablando con Martín. Él tiene un vaso en la mano y gesticula sin parar, como hace siempre que está borracho. Yo me uno al grupo y enseguida nos encaminamos hacia la puerta. Salimos, vamos hasta el portón eléctrico y Martín abre desde adentro. Saluda con la mano a través de la ventana y vuelve a la fiesta. Nosotros bajamos a la calle. Vos te vas en el auto con Walter y yo empiezo a caminar. Hay apagón.

lunes, julio 25, 2005

y el movimiento de Zenón

Pero incluso el movimiento es una ilusión. Si el trayecto de una línea está compuesto por infinidad de puntos, ningún tiempo sería suficiente para recorrerlos todos.

A veces pienso que es sólo un juego de palabras. Y sigo viajando.

domingo, julio 24, 2005

a veces el tedio

A veces es bueno dejarse absorber por el tedio, entrar en su boca húmeda, oscura e inmensa, y dejarse caer. No clavar las uñas, no ofrecer resistencia. Hacerlo rabiar.

A veces es mejor desatornillar los ojos del horizonte y mirarse los pies, porque en el horizonte hay horizonte y nada más. Cosas lejanas, inasibles, y luego más horizonte, es decir, la ilusión del fin, de la llegada. Todo mentira.

A veces me gusta mirarme los pies y prometerles que voy a hacer tal o cual cosa. Me gusta hacer planes. A veces se tratan de cosas importantes, a veces no, pero siempre me hacen un poco más feliz, me divierten, me obsesionan.

A veces adivino que la vida no es gran cosa, sino un inmenso cúmulo (culo) de estupideces, de cosas sin sentido, de líneas que trazamos sin principio ni fin. Casi todo lo inventamos nosotros, porque sí, por capricho, por deseo, por costumbres, y así fabricamos todo y damos vueltas a su alrededor, como calesitas, aunque a mí me gustan más los espirales.

Pero ocurre que otras veces me olvido de todo eso y siento que algo me cincha. Entonces me callo la boca, cierro los ojos y me dejo arrastrar.

viernes, julio 22, 2005

inmóvil ante mí

pronto verás, me encontrarás así
tirado en la cama te oigo venir
mientras sueño que sigo despierto
hay una parte que duerme con ellos

los ojos abiertos fuera de foco
el cielo repleto de nubes enfermas
se anuncia la angustia tan serena
sin explicarse quiebra mis dedos

soy alimento para cuervos
sólo quiero que te quedes así
estática, inmóvil
ante mí

mirando, sin tocar
estando, sin borrar
la paz
que viene

soy alimento para el fuego
tan pronto llegues consumirá mi piel

otro objeto inerte

Miro cómo dan vuelta, una y otra vez, siempre igual, las agujas del reloj. No lo detengo. Me causa gracia, tal vez también un poco de compasión y lástima, pero un poco nomás. Y siguen girando. En cambio, los almohadones, el techo, la silla, las paredes, el vaso, la mancha de humedad, siguen ahí en su sitio, estáticos, llenos de vida. Parecen cumplir una función, aunque sea ornamental. Ahí están, yo los miro, los observo, y ellos responden. No hay apuro, todos seguimos igual. ¿Se preguntarán ellos para qué los humanos inventamos el tiempo? No lo creo. Seguramente lo disfruten más así, sin ansiedad, sin insomnio, sin pastillas para dormir, sin úlceras gástricas.

Esta noche intenté convertirme en algo así como ellos, para no sentir más el paso del tiempo y para poder moverme yo, por mi propia cuenta. Y creo que hasta cierto punto lo logré. Quisiera otro día –aunque esto suene ahora muy estúpido- pasar más horas así tirado desnudo en el piso de mi habitación, en silencio, contemplando la totalidad de eso que en otro día he llamado nada o aburrimiento. Y qué llena que está ahora. Y lo contemplo. Todas estas cosas con las que convivo pero con las que jamás converso, a las que siempre ignoro por estar más ocupado (¿ocupado?), como si ellas no fueran más que objetos inertes. ¿Acaso nosotros no lo somos también?

jueves, julio 21, 2005

umbilical

todo se reduce a lo que me das
a ese infinito número de abrazos
que nunca estuvieron

que siempre murieron
enredados


y ahora que es tarde, aparecés
pero muy débil, quiero insultarte
y tenerte cerca, mucho más
como si nunca

poder entenderte sin que digas
poder entregarme sin sentirme
frío, falso, distante

ojalá, pero no
cortaron el cordón
y lloré

martes, julio 19, 2005

delicadas fronteras

Tan desesperante es la experiencia de quedarse afuera, de haber salido sin llaves o volver con el juego equivocado. Y tan desesperante es ver desde un costado este fenómeno multitudinario y cotidiano, que hasta provoca cierta sonrisa extraña, mezcla de lastimosa compasión y odio. Una sonrisa débil por fuera, forzada por algún instinto necesario, guiada por reflejos perdidos que pululan a estas horas, para enfrentar el miedo a convertirse en eso que está ahí y que en este momento estamos viendo.

La misma sonrisa invade cada uno de nuestros rostros y parece ser la consecuencia inevitable. Y el tiempo pasa y no se detiene entre ninguno de los que estamos aquí parados. Algunos ya se han dado la vuelta, se han ido a llorar, y es que hay ojos que son más sensibles. Otros dieron el paso al frente y se sentaron. Otros incluso están golpeando el control remoto. Otros comienzan a irritarse y se quejan de la basura televisiva a la que tienen que asistir. Otros opinan, comen y escupen sentados. Y algunos sufren cuando caen las pilas del control remoto, y nadie se levanta a cambiar de canal.

lunes, julio 18, 2005

un estuche casi equivocado

El paseo en ascensor se había vuelto aburrido y monótono. Los espejos desplegados en cada una de las paredes parecían haberse tragado todo vestigio de calidez y cercanía, transformando al ascensor en un lugar frío e indiferente. Como siempre, como todas las mañanas, me encontraba bajando en silencio, sin movimientos, sin nada, solo, envuelto otra vez en los vidrios luminosos de un infinito artificial, sumergido en las aguas de un río congelado.

Dos o tres veces, recuerdo, cerré los ojos para imaginarme atravesando pisos y paredes como un ser etéreo capaz de traspasarlo todo con la vista. Y veía entonces a los habitantes de cada piso moverse en pequeños círculos, como macaquitos en cautiverio realizando sus actividades cotidianas, cumpliendo sus rutinas, tal como yo lo hacía minutos antes. Intenté no conmoverme, mantener la compasión escondida y oprimida en los baches de la inconciencia, callar esa parte de mí que lloraba y reía al mismo tiempo. Quería, quería, quería no sentir lástima y pensar en el desprecio como un simple disfraz que usa la lástima. Pero no pude.

Antes de que la puerta metálica se plegara para dejarme pasar, memoricé por última vez el libreto, ensayando en el escenario de mi mente cada paso a seguir, cada palabra a decir a lo largo del día. Ya podía sentir cómo el portero se despegaba de su silla, mascullando algún insulto contra esa persona que pronto interrumpiría su descanso. Cuando saliera, sin embargo, lo vería con su rostro serio y sereno, con la mano calzando perfectamente en el pestillo, mirando hacia la calle gris a través del vidrio empañado por su aliento, listo para darme el paso.

Y así fue.

Afuera todo continuaba funcionando igual. El verdulero en la verdulería, el panadero en la panadería, el guarda en el ómnibus y el perro ladrando atado a un poste de luz. Miré por última vez y me quité los ojos, con cuidado de no rayarlos. De uno de los bolsillos de la campera extraje un estuche de plástico negro y coloqué allí las dos bolitas húmedas. Sentí frío. Metí la mano en el otro bolsillo y palpé el estuche agamuzado, pero antes de alcanzar a abrirlo oí la voz de un niño que me miraba en silencio. Cabizbajo, estacado al suelo, no me quedó más remedio que aguardar a que su madre le tironeara del brazo para poder sacar los ojos del estuche y colocármelos. El frío punzante me hizo desear la idea de alzar la mirada ciega y mostrarle al pequeño los dos huecos negros.

Por un momento pensé que había dejado en casa el estuche equivocado, pero cuando el perro me señaló con el hocico al heladero, suspiré. El señor de blanco se deslizaba al ras de la calle, contra el cordón de la vereda, con las ruedas del carrito suspendidas en el aire. Sus piernas no se movían, flotaban sobre el cemento congelado, como si la gravedad no le incumbiera. Sin embargo, como me dijo el perro, lo absurdo era que se largara a vender helados en pleno invierno. Di las gracias por el comentario inútil y arranqué a caminar en dirección contraria al viento.

domingo, julio 17, 2005

¡saltar!

Que me despierte, que me despierte, ¡sí, ya voy! Si me levantara y apagara el maldito despertador que me insulta y grita martillando oídos como este lápiz el papel que no existe.

Que me despierte, que me despierte, sí, pero para salir de aquí dentro... Me veo tan pequeño desde afuera, escondido como un ciego detrás del vidrio de la ventana que arroja luz sobre mí. Y es tan grande y gorda esta bolsa de tela que aún no encuentro la entrada por la que entré, ese hoyo estirable que yo quiero que se transforme de una vez por todas en salida para que pueda salirme.

Encima ella, maldita partitura de la razón, de la que no entiendo siquiera la forma, mucho menos su función en el mundo y en mi vida; para qué es que sirve. Y si venían aquellos sacerdotes persiguiéndome recién (ahora yo detrás de la puerta a salvo); si ya pasaron, ¿por qué no viene de vuelta a buscarme, jeroglífico informe, y a enseñarme esos rellenos vacíos con los que yo debo completar mis débiles vasos?

Igual, déjela. A todo esto ya son las once y no hay remedio ni regateo posible, y todas las puertas de la ciudad ya están abiertas, prontas nuevamente para obligarme a pensar.

jueves, julio 14, 2005

siluetas anaranjocieladas

martes, julio 12, 2005

balcón a lila

viernes, julio 08, 2005

vamos a la playa

El horizonte alrededor, todo para mí. Giro la cabeza. Un pato se sumerge. Pienso un nombre, dos, y el pato sale a flote otra vez. Una pareja de pescadores me mira. Yo desaparezco detrás de las rocas. Un tul blanquecino va cubriendo el cielo. Las nubes se mueven, se ensanchan, algunas se deslizan al revés, en dirección contraria. El viento hace sonar la bombilla. Un pequeño lago se forma entre las rocas. Sube y baja. Lo uso para medir el nivel del mar. Una gaviota planea muy cerca de mí. Tengo miedo. La miro y me hace reír. La envidio por moverse tan rápido, sólo con un simple gesto de sus alas. Su cabeza gira como un periscopio, buscando alimento. La isla está cerca, tan cerca como la ciudad. Pero ahora la isla parece más grande, y la ciudad, por el contrario, más chica, más domesticable. Dan ganas de pisarla y aplastarla como a un cigarrillo. El ruido de los autos se confunde con el viento, lo tiñe de graves. A lo lejos, entre los edificios, se pelean por sobresalir las antenas de televisión, y todo parece tan chico. Sonrío. No entiendo por qué es tan difícil vivir ahí dentro. Camino con los ojos cerrados. Los abro y me asusto. La ciudad es enorme. Mejillones. Un cangrejo se mueve. Hay otro que está muerto, o se hace. La pareja de pescadores me vuelve a mirar. Pica. Me desvío. Las rocas se dividen, se hacen más chicas. Cuido los pasos para no resbalarme. Todo está húmedo, lleno de musgo. El lago entre las rocas sube. Me acuesto, me despatarro sobre las rocas, pero no me preocupo. Giro la cabeza. Soy dueño de todo el horizonte. Veo los montículos de arena que fabricaron las máquinas, todos en fila, a punto de ser consumidos por el agua. ¿Y si el agua crece y yo quedo aislado? ¿Cuántas veces pensé en desintegrarme? Ya perdí la cuenta.

cardiogramas

La línea del cardiograma salta y se hunde infinitas veces, encontrando en la monotonía de la recta final la muerte.

jueves, julio 07, 2005

el aljibe

El hombre ya estaba a punto de levantarse de su silla cuando escuchó el rumor del camión, detrás de las leves colinas de tierra, haciéndose cada vez más grande. Era un día de sol quieto y seco, más bien áspero, y no había ni una nube en el cielo que aliviara la luz caliente. Algún pájaro perdido y hambriento se escuchaba chillar a lo lejos y el aire seguía sin moverse. El día caía con agobio y parecía eterno y aburrido, porque la pesadumbre se dilataba y dilataba y no había ningún árbol que se le interpusiera. Y él estaba dentro, y las gotas de sudor se escurrían por los agujeros en su ropaje, al igual que el sol lo hacía a través de las rendijas del techo. ¡Qué inútil! Nada podía soportar aquellos rayos. El hombre sentía cómo el polvo del ambiente y la tierrilla rascaban desde su nariz hasta sus pulmones. No quedaba ni una gota de agua en toda la casa; tragó saliva unas cuantas veces, pero la sed continuaba en su garganta como un alfiler. El calor se había llevado lo poco que quedaba en el aljibe reseco y, al parecer, había hecho lo mismo con la esperanza. La soledad era tenaz y la tristeza tal, que el hombre no se levantó, sino que a mitad de camino de pararse, se dejó caer, se desplomó y no movió las manos del lugar en que estaban.

Ya llevaba todo el día con las manos posadas sobre la mesa de madera vieja, y una foto arruinada por el tiempo yacía entre ellas. A un lado, un vaso vacío. Empinó el vaso una vez más pero no consiguió que esa gota miserable se despegara del fondo para deslizarse hasta su lengua cuajada. No pudo, y únicamente una lágrima logró caer desde sus ojos demacrados, dejando una enorme mancha entre la foto y el borde astillado. El hombre no se movió en absoluto. Continuó observando los rostros alegres en la foto blanco y negro y recordó aquellos tiempos, aquellas personas. Y otra lágrima cayó. De pronto, levantó la cabeza y vio todo alrededor: los estantes cubiertos de polvo, los portarretratos vacíos, los álbumes desparramados sobre la única alfombra desflecada de la habitación, que ya había dejado de ser habitable hacía mucho tiempo, desde que todos se habían ido. Entonces dejó los ojos atravesados en la foto, que parecía una ventana hacia el patio trasero de la memoria, y pensó en todo lo que había pasado debajo de ese techo, dentro y fuera de esas paredes venidas a menos; quiso volver a oler los aromas arrinconados e hizo un pequeño esfuerzo con la nariz, pero fue inútil. Meneó la cabeza, signo de frustración, y no quiso recordar más.

Al costado de la silla, lo esperaba una mochila de cuero viejo y marrón podrido, y sobraba espacio para acomodar dentro su esperanza. El ruido del camión volvió a escucharse, pero el hombre no se inquietó; sabía que los motores del ejército se habían vuelto vetustos y que las carrocerías destartaladas ya no superaban los cuarenta kilómetros por hora. No había prisa. Se levantó y dejó el vaso en la pileta, por si acaso, alguna vez, alguien volviera a usarlo. Tomó la mochila y enfrentó la puerta mosquitera.

Muchos de los que vivían en la pequeña ciudad, en las faldas de las colinas que se levantaban tras la casa del hombre, habían huido ya desesperados por los caminos de tierra como hormigas, y algunos, que habían parado para avisarle a puertas de su casa, le habían narrado las atrocidades que se estaban cometiendo en la ciudad, y que por eso huían. Abandonaban la zona tantos como podían entrar en los camiones que habían robado a un comando del ejército.

Sin embargo, el hombre no quería huir. Esta vez no. Había huido de los campos al oeste de Lupsade y lo había logrado de casualidad. Si esta vez huía, sabía que tendría que seguir haciéndolo por siempre, y antes que todo eso, prefería morir, aunque fuera en la peor soledad de todas. Por eso miró una vez más la foto y la dejó caer a sus pies, y abrió la puerta y salió, y antes que la puerta mosquitera golpeara contra el marco, volvió a mirarla. Ya se veía asomar la trompa del camión camuflado por encima del balasto amarillento. Se despidió de su hogar, viejo hogar, con una triste mirada. En pocos segundos abrió la tapa del aljibe, tiró su mochila y observó la oscuridad allá abajo. Se acuclilló para extender su pierna derecha hacia lo hondo de aquello y comenzó a descender por la escalera de hierro que trepaba por la pared circular. Tan pronto como su cabeza estuvo fuera del peligro ardiente que acechaba fuera, cerró la tapa desde dentro y se sumergió aferrado a los peldaños seguros que se perdían allá abajo.

sábado, enero 01, 2005

antifaz de fuego mirando a derecha