sábado, agosto 20, 2005

tengo un cerebro

Esta no es la primera vez que intento comprender cómo funciona mi cerebro. Me resulta imposible imaginar cómo piensa, cómo razona, cómo se acuerda de las cosas, cómo hace para no volverse loco. Al parecer, no soy capaz de pensarme a mí mismo. Qué extraño.

Pero mi cerebro me consuela y me dice que no me preocupe, que entenderlo no es tan simple. Se ofende cuando lo comparo con el motor de un auto y me pide que siga adelante, que no me detenga a pensar en sus cosas, que no lo cuestione. Pero no puedo. A veces me maravillo tanto que grito: ¡Tengo un cerebro!

Resulta que ayer fui a cenar a lo de un amigo. Hacía más de dos meses que no lo veía y sólo había ido una vez a su nuevo apartamento. Me bajé del ómnibus y caminé hasta la puerta del edificio. Me detuve frente al portero eléctrico y leí las placas, pero en ninguna figuraba su apellido. El apartamento era alquilado, y pensé que tal vez la dueña del apartamento no le permitiera cambiar la placa. Vieja idiota. Lo más lógico era que allí figurara el apellido de mi amigo, no el de ella. ¿Por qué la gente es tan vanidosa?

Quise recordar el número del apartamento, pero no pude, así que comencé a inquietarme. Saqué una mano del bolsillo y volví a ojear las placas, repasándolas una a una con el dedo y leyéndolas en voz alta. Pero no. Era claro que el apellido de mi amigo no figuraba ahí, que en su lugar había otro apellido y que no había nada que yo pudiera hacer, excepto esperar a que apareciera algún vecino. En ese caso le explicaría la situación y todo se solucionaría sin problemas. El inconveniente, señora, es que no recuerdo el número del apartamento, pero sí sé en qué piso vive y qué puerta es. Si usted me permitiera entrar… ¿Cómo que no? Hace más de quince minutos que estoy acá afuera. Bueno, sí, claro que la entiendo. Espere. Hagamos así: yo le indico en qué piso y a qué altura del corredor está la puerta, y usted me dice el número. ¿Cómo que no?

Estuve largo rato con los ojos clavados en el panel metálico, barajando la idea de apretar cualquier botón y probar suerte. Pero soy cobarde. Quise que mis manos se desprendieran de mi cerebro y actuaran por sí solas, sin arrepentirse tanto. Pero no. Prendí un cigarrillo y me dispuse a esperar. Creo que pocas veces en mi vida me había sentido tan inútil, tan impotente.

Eché una mirada a lo largo de la cuadra y a menos de veinte metros vi un teléfono público. Fantástico, pensé. Un mínimo de esperanza. Saqué tres monedas, caminé dos pasos y enseguida me detuve, asaltado por el vacío que generaba mi memoria. La maldije. Yo sólo quería recordar el número de teléfono, pero ella no hacía más que arrojar datos inconclusos, erróneos. Siete. Error. Diez. Error. Nueve. ¡Error! ¡Error! ¡Error!

Respiré hondo, guardé las monedas y me senté en un murito cercano al edificio. No quise despertar sospechas en las personas que estaban cenando en el restorán de enfrente, junto a la ventana. Cómo las envidiaba. Ellas conversaban seguras, cómodas, con sus abrigos colgando en los respaldos de las sillas. Las vi masticar, beber, sonreír. El vidrio comenzaba a empañarse a medida que entraban más clientes.

Apagué el cigarrillo contra el murito y me quedé unos minutos mirando a través de la puerta del edificio, avivando y reavivando la misma ilusión de que apareciera algún vecino. Incluso imaginé que mi amigo bajaba y se asomaba a la vereda, aunque no sé muy bien para qué, si para tirar la basura o para tomar un poco de aire fresco.

Luego quité los ojos de la puerta, los puse otra vez sobre el teléfono público y lo insulté en voz alta. Fue un acto inconsciente. Me molestaba su indiferencia, su capacidad para quedarse ahí parado quieto sin hacer nada, dándome la espalda, con su enorme bocota apuntando hacia el restorán. Allí nadie lo necesitaba, nadie iba a darle limosna. Y yo sí. Yo estaba dispuesto a hacerlo, a depositar con gusto mis tres monedas. Pero, ¿era siete diez o siete cero uno? Maldita memoria.

Bajé la mirada. Me sentía frustrado y solo. Recogí un par de ramas secas del piso y comencé a quebrarlas una por una. Luego ubiqué cada trozo a lo largo de mi muslo, dibujando los maderos de viejos andenes. De pronto, impulsado por un nervio involuntario, me puse de pie y caminé hasta el portero eléctrico, decidido a probar suerte. Tocaría cualquier botón. Ahora sí. Me importaba un pito que fueran las once y media de la noche. Sólo pedía consideración por un desmemoriado que hacía más de una hora estaba parado a la intemperie, tragando frío y sin saber qué más hacer. Once y media de la noche. Cualquier persona entendería. Y quien no lo hiciera, tenía todo el derecho del mundo a irse al demonio. Con pequeños pasos me acerqué al portero eléctrico y sentí mi mandíbula atiesarse hasta quedar inmóvil. Miré alrededor y volví a envidiar a los clientes del restorán. Al teléfono lo insulté por última vez. Releí las placas y busqué una S. Alcé la última rama que me quedaba en la mano y con el otro extremo presioné el trescientos dos, familia Saverio.

-¿Sí? –dijo una voz masculina.

-¿Aldo? –pregunté, mientras bajaba lentamente la rama.

-Pasá –dijo y accionó el portero.

Mi mandíbula se distendió. Tiré la rama y empujé la puerta.

-¿Abrió?

Me volví para responder que sí, pero escuché el clic al otro lado del altavoz. Entré y sonreí. Mientras subía las escaleras me sentí estúpido por haber esperado tanto. ¿Quién me manda a hacerle caso a mi cerebro?

12 comentarios:

Anónimo dijo...
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Paula dijo...

ajaajaja tantas veces me pregunte lo mismo, hasta q me dio verguenza descubrir q no tenia a nadie a quien hecharle la culpa excepto a mi.
Saludos exagerados, los mejores!

Anónimo dijo...

Maes Ligus:

dice Dharma que las coincidencias no existen, a lo que respondí que las "coincidencias" son ese cúmulo de hilos que tiramos para maniobrar la conducta de los otros, a lo que vienes y me plantas este relato diciendo que las "coincidencias" son esperar una hora en un murito y tomar una ramita y pinchar un botón cualquiera para que la vida nos diga "pasa". Y no hacerle caso al cerebro.
Gracias.Hasta pronto.
¿Encontrarste las baquetas rosas?

Muñeca dijo...

ay, cerebro,cerebro... creo que a mi me ubiera pasado lo mismo... quizás en algún momento me pase, pero creo que preguntaría boton por boton después de haber tirado abajo el teléfono público...
Admirable tu paciencia...
Saludos... cualquier cosa tomá "Fosfovita" jeje :)

Luciana dijo...

Esta historia es real:

Mamá me pide que la acompañe a buscar la casa de la señora de X, madre a su vez de una compañerita de colegio. Mamá no sabe la dirección de la señora de X, pero sí la calle, que tiene aproximadamente unas 10 cuadras de extensión, en dirección oriente-poniente. Acompaño a mamá, elegimos una cuadra de esas 10, ella muy segura toca el timbre en una de las casas (ni siquiera la de la esquina o la más grande o la más llamativa) y me afirma "debe ser la casa de la señora de X, porque las flores del jardín se parecen a ella". Abren la puerta, y señora de X con mi compañerita nos salen al encuentro, sonrientes.

Insisto que el cerebro piensa en caminos torcidos.

Hectorchamboli dijo...

¿quien entiende el cerebro? es muy grande el cerebro del ser humano, bueno de algunos seres humanos, de seguro el cerebro de Lavín cabe en una caja de fósforos, memoria maldita que todo lo olvida, memoria maldita que no logra olvidar, daría todo por olvidarla y mi memoria me lo impide, daría todo por recordar esos momentos de felicidad y no puedo, a veces hay que dejar la intelectualidad de lado y simplemente actuar.



Que estés bien chao

El chico desenfocado dijo...

El azar es como un superhérore que viene en nuestra ayuda cuando menos fe tenemos en él.

Anónimo dijo...

Agradabilísimo blog. Gracias.

Mariana dijo...

Mi cerebro me hace lo mismo! y cuando le doy un tiempito libre se pone a pensar y pensar y me termina enroscando mal...
Ahora jamas se va a acordar un numero de telefono mi querido cerebro, jamas. Agenda pa todos lados.

marian

Fer dijo...

Esto suele ocurrir cada vez que se intenta pensar con la cabeza. ¡Craso error! El cerebro es el órgano menos indicado para las actividades mentales...

Explorando dijo...

yo tengo un trato con mi cerebro: yo no lo jodo y el no mejode. pero no siempre funciona...

Dharma dijo...

Hasta las lágrimas... El problema no es el cerebro, sino las lagunas mentales. Suelo apelar a mi queridísimo coágulo cerebral ambulante cuando me suceden este tipo cosas.
En otro edificio cualquiera, quizás te repondería una voz femenina.
Saludos!