jueves, julio 07, 2005

el aljibe

El hombre ya estaba a punto de levantarse de su silla cuando escuchó el rumor del camión, detrás de las leves colinas de tierra, haciéndose cada vez más grande. Era un día de sol quieto y seco, más bien áspero, y no había ni una nube en el cielo que aliviara la luz caliente. Algún pájaro perdido y hambriento se escuchaba chillar a lo lejos y el aire seguía sin moverse. El día caía con agobio y parecía eterno y aburrido, porque la pesadumbre se dilataba y dilataba y no había ningún árbol que se le interpusiera. Y él estaba dentro, y las gotas de sudor se escurrían por los agujeros en su ropaje, al igual que el sol lo hacía a través de las rendijas del techo. ¡Qué inútil! Nada podía soportar aquellos rayos. El hombre sentía cómo el polvo del ambiente y la tierrilla rascaban desde su nariz hasta sus pulmones. No quedaba ni una gota de agua en toda la casa; tragó saliva unas cuantas veces, pero la sed continuaba en su garganta como un alfiler. El calor se había llevado lo poco que quedaba en el aljibe reseco y, al parecer, había hecho lo mismo con la esperanza. La soledad era tenaz y la tristeza tal, que el hombre no se levantó, sino que a mitad de camino de pararse, se dejó caer, se desplomó y no movió las manos del lugar en que estaban.

Ya llevaba todo el día con las manos posadas sobre la mesa de madera vieja, y una foto arruinada por el tiempo yacía entre ellas. A un lado, un vaso vacío. Empinó el vaso una vez más pero no consiguió que esa gota miserable se despegara del fondo para deslizarse hasta su lengua cuajada. No pudo, y únicamente una lágrima logró caer desde sus ojos demacrados, dejando una enorme mancha entre la foto y el borde astillado. El hombre no se movió en absoluto. Continuó observando los rostros alegres en la foto blanco y negro y recordó aquellos tiempos, aquellas personas. Y otra lágrima cayó. De pronto, levantó la cabeza y vio todo alrededor: los estantes cubiertos de polvo, los portarretratos vacíos, los álbumes desparramados sobre la única alfombra desflecada de la habitación, que ya había dejado de ser habitable hacía mucho tiempo, desde que todos se habían ido. Entonces dejó los ojos atravesados en la foto, que parecía una ventana hacia el patio trasero de la memoria, y pensó en todo lo que había pasado debajo de ese techo, dentro y fuera de esas paredes venidas a menos; quiso volver a oler los aromas arrinconados e hizo un pequeño esfuerzo con la nariz, pero fue inútil. Meneó la cabeza, signo de frustración, y no quiso recordar más.

Al costado de la silla, lo esperaba una mochila de cuero viejo y marrón podrido, y sobraba espacio para acomodar dentro su esperanza. El ruido del camión volvió a escucharse, pero el hombre no se inquietó; sabía que los motores del ejército se habían vuelto vetustos y que las carrocerías destartaladas ya no superaban los cuarenta kilómetros por hora. No había prisa. Se levantó y dejó el vaso en la pileta, por si acaso, alguna vez, alguien volviera a usarlo. Tomó la mochila y enfrentó la puerta mosquitera.

Muchos de los que vivían en la pequeña ciudad, en las faldas de las colinas que se levantaban tras la casa del hombre, habían huido ya desesperados por los caminos de tierra como hormigas, y algunos, que habían parado para avisarle a puertas de su casa, le habían narrado las atrocidades que se estaban cometiendo en la ciudad, y que por eso huían. Abandonaban la zona tantos como podían entrar en los camiones que habían robado a un comando del ejército.

Sin embargo, el hombre no quería huir. Esta vez no. Había huido de los campos al oeste de Lupsade y lo había logrado de casualidad. Si esta vez huía, sabía que tendría que seguir haciéndolo por siempre, y antes que todo eso, prefería morir, aunque fuera en la peor soledad de todas. Por eso miró una vez más la foto y la dejó caer a sus pies, y abrió la puerta y salió, y antes que la puerta mosquitera golpeara contra el marco, volvió a mirarla. Ya se veía asomar la trompa del camión camuflado por encima del balasto amarillento. Se despidió de su hogar, viejo hogar, con una triste mirada. En pocos segundos abrió la tapa del aljibe, tiró su mochila y observó la oscuridad allá abajo. Se acuclilló para extender su pierna derecha hacia lo hondo de aquello y comenzó a descender por la escalera de hierro que trepaba por la pared circular. Tan pronto como su cabeza estuvo fuera del peligro ardiente que acechaba fuera, cerró la tapa desde dentro y se sumergió aferrado a los peldaños seguros que se perdían allá abajo.

2 comentarios:

Jean Georges dijo...

No podía perder el honor de ser el primer comentario del primer post. Es un honor tenerlo entre las filas de este ejército numeroso.

Ah, y sobre el señor que se escondió en el aljibe, me contaron que fue visto por las calles de Sumatra, con una radio en el oído.
Salú.

Anónimo dijo...

RUMOR: (lat. rumor,-òris) m. Ruido, vago, sordo y continuado.