miércoles, junio 07, 2006

tres en línea

La mueca del desprecio se dibujó en sus labios cuando la chica le silbó al chofer del ómnibus, con los dedos en la boca y un pie despegándose del cordón. El del Fiat Uno aminoró antes de prenderse el cigarro y la dejó cruzar. El chofer del ómnibus aminoró también y abrió la puerta delantera. Ella subió y agradeció en voz baja, todavía un poco agitada y con la nariz húmeda. El chofer le ordenó que cerrara el paraguas antes de subir. La señora de la mueca disfrutó en silencio las serias palabras del chofer y acomodó su cartera sobre el regazo. Escondió su boca bajo el rompevientos de la campera de nylon rojo y sonrió.

La chica se dio vuelta hacia el guarda, volvió a agradecer, y el guarda respondió sin quitar la vista de los billetes. La música de guitarras caía sobre sus hombros, desparramándose a lo largo y ancho de su campera deportiva violeta. La señora de la mueca dejó de sonreír y se detuvo sobre su negra y densa barba. Quiso imaginárselo afeitado.

-Permiso –dijo la chica, y se sentó a su lado, justo frente al guarda.

La señora bajó la mirada, evitó a la chica y posó sus ojos en algún lugar lejano, ambos desenfocados a través de la ventanilla. Pero no tanto. Sin darse cuenta, seguía atenta el diálogo que habían empezado involuntariamente la chica y el guarda. Él decía algo sobre los permisos de los ómnibus, sobre las frecuencias, sobre los rufianes del sesenta y dos. La chica le contó lo que decía el chofer del ciento ocho.

La señora de la mueca no podía apaciguar sus labios frenéticos bajo el rompevientos, ni detener el constante vaivén de sus ojos a lo largo de la ventanilla, ni olvidarse de la insoportable vergüenza que sentía por el guarda. Él, con treinta y pico de años, hablaba con la chica como si estuvieran en el comedor de su casa, o en la cocina, esperando a que hierva el agua para los fideos, entre copas de vino o agua, lo que fuera que rellenara los silencios insoportables entre la señora de la mueca y su marido. La señora se imaginaba a su marido llegando a casa, dejando el portafolio junto a la puerta y saludándola con un beso insípido que ella ya se aprontaba a rechazar con una leve y disimulada inclinación de cabeza. Pero mentía. La señora mentía. Por automática que fuera, esa inclinación quería decir algo más, gritar que ella en realidad deseaba sentir las manos de su marido tomándola de la cintura, aprisionándola y no dejándola escapar; él tomando una decisión firme, dirigiendo el destino y guiándolo todo hacia lo que ella tanto deseaba. Sin embargo, su marido se daría vuelta maquinalmente e iría hasta el dormitorio, para sentarse en un rincón de la cama y desvestirse en silencio.

Ahora una cumbia caía sobre la campera violeta del guarda. La señora de la mueca lograba verlo a través del reflejo del vidrio, sus ojos negros sobre la piel marrón, enmarcados por esa barba y esos pelos alborotados. Y pensar que él apenas había visto sus manos cuando le dio los cinco pesos de vuelto. La chica a su lado, blanca, llevaba el bolso sobre el regazo, casi igual que ella. Las manos de la señora iban tiesas, haciendo fuerza por callar las palabras que le cruzaban por delante. Las manos de la chica iban sueltas, gesticulando libres sobre su bolso y las rodillas. Su pelo caía hacia atrás, sin apuro, y sus ojos estorbaban a los de la señora, que los sentía más calientes en esa porción de retina.

La chica asentía a las palabras del guarda y le sonreía. Pareja tan disonante, edad y color de piel, pensaba la señora. Pero deseaba tanto ver hablar así a su esposo, sin tanto interés en gustar a los demás, ignorándolos por completo y hablando para que sólo ella escuche. La chica se quejaba del servicio del ciento ocho y él explicaba, y ella volvía a asentir, y ninguno de los dos notaba la presencia de la señora contra la ventanilla.

El seseo del guarda avergonzaba a la señora aún más, las muecas a punto de traspasar el rompevientos, y ella no podía darse el lujo de admitir lo mucho que deseaba esperar junto a él el agua para los fideos. Evitaba con todas las manos imaginarse esa espera tan caliente entre burbuja y burbuja, sin espacios incómodos que rellenar a la fuerza, como oraciones y entonaciones naturales que se sucedieran sin la intención de hacerlas gustar. Le ponía a las palabras del guarda la cara de su marido, pero aún así seguía viendo en su cocina la campera violeta, impermeable, y esa cara marrón de barba y ojos negros. Y ella girando, evitando el saludo tan premeditado, pero sintiendo de golpe las garras marrones apresando su cintura, llevándola hacia el calce justo, hacia el calor del agua y las burbujas. Los dientes de la señora hacían fuerza por atravesarse unos a otros, morderse entre sí, arietes del miedo y la vergüenza. La chica iba riendo y una decena de veces la señora quiso convencerse, encontrar las pruebas que demostraran que sí, que la chica y el guarda se conocían de antes, de mucho antes, que esas palabras y esos gestos no podían nacer así de la nada.

-Perdón –se disculpó la chica tras el pisotón involuntario.

La señora suspiró y el aire frío le llegó a los talones, mientras continuaba con los ojos fijos en el reflejo. Quería llorar por dentro. Imaginaba a su esposo sentado a su izquierda, con los pies cruzados marcando el ritmo de una salsa norteña, ordenando los billetes y dando las gracias a los pasajeros que intercambiaban quince pesos por boletos. Quiso verlo dando, regalando gestos sin intereses, miradas sin compromisos ni protocolos, caricias sin esfuerzo. Y quiso llorar aún más cuando el guarda se inclinó sobre el corredor para hablarle más de cerca a la chica y esquivar el ronquido lento del motor en segunda. Ella ahora reía y él apenas corría la cabeza para recibir las monedas y dar el boleto. Gracias. Y le seguía explicando, contando, diciendo como si estuvieran en el comedor de su casa, esperando, estando.

El ómnibus retomó la marcha y la señora sintió el final como si fuera el suyo. La chica se levantó y miró a través del parabrisas, mientras el guarda seguía hablándole y ella asentía y volvía a quejarse del ciento ocho. El ómnibus se detuvo a mitad de cuadra y la chica bajó. Afuera no llovía. El guarda respondió el saludo pero no la miró irse. Volvió a concentrarse en los billetes. La señora de la mueca despegó sus ojos del vidrio y giró hacia el guarda. Alzó sus labios sobre el rompevientos y quiso decirle, obligarlo a que la mirara irse, a que la deseara un poco más, como si ella fuera ella, y él, su marido.

viernes, junio 02, 2006

#3

La espuma sube, por fin. Es noche cercana al invierno y las teclas temen bajo mis dedos. Es noche fría. Igual, yo en calzones, sin medias, y sobre el cuero la campera celeste de hace años. Je, je. Río. Es el frío y los restos de alcohol vagando por mis venas que incitan a mis manos. Dejar un rastro de esta noche, plasmado sobre el monitor, enredado en marañas de ceros y unos. Bla. Hace meses que no escribo nada, ni una puta canción, ni unos putos versos, ni unas cotorrudas incoherencias. Hace tiempo que no ejerzo la sintaxis de un modo lejano a listas de supermercado. Y hoy empiezo, lentamente, a sentir el frío, la ansiedad de volver a volcar las letras en un orden hasta ahora impredecible, en un orden que al final me dé algo de satisfacción por sí solo. Sin pensar en antes ni en despueses. Sólo dejar las manos flotar por ahí. A cagar si a alguien le interesa lo que escribo. A mí me parece divertido y las dejo ir. Ellas, mis manos, digo, y es increíblemente excitante no saber lo que vendrá a continuación. A pesar de todo, me guío por las reglas que aprendí. Es digno de risa saber dónde colocar un punto, una coma, un párrafo, aunque todavía no haya pasado al siguiente. Provoca risa ver lo ilógico de respetar ciertas reglas cuando en realidad no me interesa ninguna. Pero las respeto. Vaya contradicción. Mierda. Puta. Y buenas malas palabras se tejen solas porque quieren salir y yo las dejo y no las reprimo, aunque algunos no las consideren arte. Mierda, ¿quién dijo que esto era arte? Callá, callate. Nadie pidió tu opinión de intelectual frígido. Yo escribo porque se me cantan los huevos y cada vez que dirigís tu mirada hacia mí, más ganas me dan de llamarte imbécil, estúpido, etcétera. Eres un etcétera, je, je. Río. Y río más. ¡Etcétera! Ah. Placer de escribir, de hablar conmigo mismo a estas horas de la noche y no decir nada, nada de nada de nada. Y ver que leés, y saber que en algún punto estás disfrutando de estas letras encadenadas, con o sin sentido. ¿Alguna vez importó?

Cambio de párrafo, ¿y seguís esperando? No, no voy a contar nada, no va a pasar nada. Soy sólo yo y este placer masturbatorio de engendrar letras gratuitamente. No me gustan las promesas, pero el día que pierda el empleo que quizá alguna vez consiga, es decir, cuando tenga en mi poder tiempo libre y frustrado, veré si puedo pasarme veinticuatro horas frente a la máquina de corrido, tecleando sin parar, con litros de algo a un costado, tejiendo hojas virtuales a mansalva, expulsando sandeces incoherentes, caprichos antagónicos, personajes amigables, invisibles y tan prescindibles como este texto neonato. ¡Vivan los neonatos! Pero yo me voy a dormir. Lamento haberte hecho perder el tiempo. En este momento acabo de recobrar la sobriedad y me doy cuenta que esto es una verdadera poronga, así que procederé a publicarlo antes de que amanezca y ellos me vengan a buscar. Boing.