viernes, agosto 11, 2006

¡nos entregamos!

hay un peñasco apuntando al cielo
y no es una cruz
no es un signo sagrado

congelado el labio no puede escupir
la herida roja sobre el sur rosado
húmedo, gastado

el pecho frío boca abajo
de cara a la roca, tierno marfil
duelo de dos seres muertos

faltos de ropa
ajenos al tiempo
sin dolor en los ojos
nos entregamos

sábado, julio 15, 2006

hasta lunas

Hoy a la mañana tuve un sueño. Es cierto que ahora me cuesta ponerlo en palabras con el mismo encanto que lo soñé. Eso es algo que pocas veces podemos hacer. A medida que el día se estira, las impresiones del sueño se diluyen, y cuando uno quiere contárselo a otra persona, o incluso a sí mismo, siente que algo ya se perdió y se seguirá perdiendo si no nos apuramos. Ahora sólo recuerdo que tuve la sensación de haber vivido algo profundo, algo extraordinario.

Soñé que un grupo de personas, entre el que me encontraba yo, estábamos parados en una calle adoquinada, mirando al cielo. El entorno se parecía al cuadro del café de Van Gogh (La terraza del café por la noche, según mi traducción), pero sin tanta luz y sin amarillos. No hacía calor ni frío, y todos mirábamos al cielo, expectantes, presintiendo que algo estaba a punto de suceder. Y así fue. En lo que pudieron haber sido horas o segundos, la luna se duplicó, tal como si viéramos a una célula reproducirse a través de un microscopio. Todos los ojos mirando al cielo, unos a otros tocándonos los hombros, pateándonos sin machucar, por todos los medios cerciorándonos de que estuviéramos despiertos. Y lo estábamos. O al menos así lo creíamos y era mágico. Desde el cielo, dos ojos blancos nos devolvían nuestras miradas terrestres, abiertas, blancas, y pidiéndonos que esperáramos, que aún faltaba más.

Eclipse, eclipse, es escuchaba susurrar… Dos eclipses, en realidad, fue lo siguiente. Dos sombras igual de redondas, pero más pequeñas, comenzaron a devorarse lentamente a las esferas pálidas. Sin apuro, ambas lunas se mantenían en silencio, igual que nosotros, como si fueran la pantalla donde se proyectaba una película, y nosotros, los espectadores, mirando hacia lo alto sin preocupación de tortícolis. Seguíamos tocándonos los hombros, algunos ya abrazados. Al llegar al centro, ambas sombras se detuvieron, y las bolas blancas sintieron encontrar sus pupilas. Pestañearon. ¡Las lunas pestañearon, pestañearon hacia nosotros! Todos reímos asombrados y tiramos al aire los sombreros que no llevábamos puestos. Los ojos nos volvieron a pestañear, como indicándonos que hiciéramos lo mismo, que podíamos y debíamos hacerlo, si queríamos evitar que nuestros ojos se resecaran a la intemperie. Pero apenas podíamos despegarlos del firmamento. Se escuchaban gritos de alegría y carcajadas, risas, llantos, todo junto, entremezclado.

Poco a poco el viento calmó y así estuvimos un largo rato, estáticos como en un cuadro, hasta que un leve movimiento se percibió sobre nuestras cabezas. Las lunas pestañearon por última vez y las pequeñas pupilas iniciaron su éxodo hacia fuera del círculo, deshaciendo los mordiscones y devolviéndole a las lunas su blancura, su acné. Y el silencio se convirtió en velorio, en sepulcro. Algunos bajaban sus miradas, evitando la despedida, y se contemplaban entre sí, exigiendo tímidamente algún tipo de explicación. Y hubo quienes las dieron. Según ellos, todo este espectáculo no había durado más que unos pocos segundos, en realidad, y se trataba apenas de una ilusión causada por ciertas condiciones climáticas que ocurren muy esporádicamente. ¡Pero bien que habían tenido sus ojos estacados allá arriba! Al escuchar sus palabras, pronunciadas en ese tono serio y seguro que tanto detesto, comencé a enfurecerme. Estuve a punto de insultarlos, de levantar un adoquín suelto y golpearlos con saña.

Sin embargo, antes de que concluyeran su disertación con la misma amable y estúpida sonrisa con la que empezaron, desde arriba se oyó un gorgoteo y todos volvimos a mirar. Como si se tratara de un reflejo en el agua, las lunas comenzaron a titilar con un pulso cada vez mayor. No sabría describir con exactitud cómo ocurrió, pero de un segundo a otro aquellos ojos dejaron de ser dos y volvieron a ser uno. De golpe el cielo perdió su cara y murió. De su traje negro ahora sólo colgaba mal cosido un botón blanco, como un defecto que se vislumbra en la oscuridad, como una mancha de pintura blanca e indeseada, insulsa, grisácea, casi perfecta pero muerta. Y entonces corrí. Me abrí paso entre la horda y me acerqué a un oficial de policía, que estaba recostado contra una columna y tenía un periódico bajo el brazo. Si lo que decían esos cínicos respecto a las condiciones climáticas era cierto, yo quería saber cuáles eran esas condiciones y cuándo se volvería a repetir todo aquello. Así que le arrebaté el diario al oficial y no me preocupé por su reacción. De todas maneras, él me sonrió y alzó su vista al cielo, como quien ya hubiera visto ese fenómeno tantas otras veces. Hurgué en el periódico, recorrí desesperado las páginas, buscando las palabras humedad, temperatura, dirección e intensidad de los vientos, presión atmosférica, etcétera, etcétera, etcétera… Pero todo era noticias sobre economía y deportes. Apenas una referencia a la temperatura en un recuadrito minúsculo. Me sentí impotente y frustrado. No sé por qué pensé en los hijos que no tengo, en que alguna vez me gustaría enseñarles lo que vi, ¡¿pero cómo iba a hacerlo sin saber cuándo ni cómo volvería a ocurrir?! Tiritando por la incertidumbre, tiré el diario a la calle y le di la espalda al público. Luego clave la vista al suelo, apagué la luz y me desperté, para evitar que me vieran llorar.

miércoles, junio 07, 2006

tres en línea

La mueca del desprecio se dibujó en sus labios cuando la chica le silbó al chofer del ómnibus, con los dedos en la boca y un pie despegándose del cordón. El del Fiat Uno aminoró antes de prenderse el cigarro y la dejó cruzar. El chofer del ómnibus aminoró también y abrió la puerta delantera. Ella subió y agradeció en voz baja, todavía un poco agitada y con la nariz húmeda. El chofer le ordenó que cerrara el paraguas antes de subir. La señora de la mueca disfrutó en silencio las serias palabras del chofer y acomodó su cartera sobre el regazo. Escondió su boca bajo el rompevientos de la campera de nylon rojo y sonrió.

La chica se dio vuelta hacia el guarda, volvió a agradecer, y el guarda respondió sin quitar la vista de los billetes. La música de guitarras caía sobre sus hombros, desparramándose a lo largo y ancho de su campera deportiva violeta. La señora de la mueca dejó de sonreír y se detuvo sobre su negra y densa barba. Quiso imaginárselo afeitado.

-Permiso –dijo la chica, y se sentó a su lado, justo frente al guarda.

La señora bajó la mirada, evitó a la chica y posó sus ojos en algún lugar lejano, ambos desenfocados a través de la ventanilla. Pero no tanto. Sin darse cuenta, seguía atenta el diálogo que habían empezado involuntariamente la chica y el guarda. Él decía algo sobre los permisos de los ómnibus, sobre las frecuencias, sobre los rufianes del sesenta y dos. La chica le contó lo que decía el chofer del ciento ocho.

La señora de la mueca no podía apaciguar sus labios frenéticos bajo el rompevientos, ni detener el constante vaivén de sus ojos a lo largo de la ventanilla, ni olvidarse de la insoportable vergüenza que sentía por el guarda. Él, con treinta y pico de años, hablaba con la chica como si estuvieran en el comedor de su casa, o en la cocina, esperando a que hierva el agua para los fideos, entre copas de vino o agua, lo que fuera que rellenara los silencios insoportables entre la señora de la mueca y su marido. La señora se imaginaba a su marido llegando a casa, dejando el portafolio junto a la puerta y saludándola con un beso insípido que ella ya se aprontaba a rechazar con una leve y disimulada inclinación de cabeza. Pero mentía. La señora mentía. Por automática que fuera, esa inclinación quería decir algo más, gritar que ella en realidad deseaba sentir las manos de su marido tomándola de la cintura, aprisionándola y no dejándola escapar; él tomando una decisión firme, dirigiendo el destino y guiándolo todo hacia lo que ella tanto deseaba. Sin embargo, su marido se daría vuelta maquinalmente e iría hasta el dormitorio, para sentarse en un rincón de la cama y desvestirse en silencio.

Ahora una cumbia caía sobre la campera violeta del guarda. La señora de la mueca lograba verlo a través del reflejo del vidrio, sus ojos negros sobre la piel marrón, enmarcados por esa barba y esos pelos alborotados. Y pensar que él apenas había visto sus manos cuando le dio los cinco pesos de vuelto. La chica a su lado, blanca, llevaba el bolso sobre el regazo, casi igual que ella. Las manos de la señora iban tiesas, haciendo fuerza por callar las palabras que le cruzaban por delante. Las manos de la chica iban sueltas, gesticulando libres sobre su bolso y las rodillas. Su pelo caía hacia atrás, sin apuro, y sus ojos estorbaban a los de la señora, que los sentía más calientes en esa porción de retina.

La chica asentía a las palabras del guarda y le sonreía. Pareja tan disonante, edad y color de piel, pensaba la señora. Pero deseaba tanto ver hablar así a su esposo, sin tanto interés en gustar a los demás, ignorándolos por completo y hablando para que sólo ella escuche. La chica se quejaba del servicio del ciento ocho y él explicaba, y ella volvía a asentir, y ninguno de los dos notaba la presencia de la señora contra la ventanilla.

El seseo del guarda avergonzaba a la señora aún más, las muecas a punto de traspasar el rompevientos, y ella no podía darse el lujo de admitir lo mucho que deseaba esperar junto a él el agua para los fideos. Evitaba con todas las manos imaginarse esa espera tan caliente entre burbuja y burbuja, sin espacios incómodos que rellenar a la fuerza, como oraciones y entonaciones naturales que se sucedieran sin la intención de hacerlas gustar. Le ponía a las palabras del guarda la cara de su marido, pero aún así seguía viendo en su cocina la campera violeta, impermeable, y esa cara marrón de barba y ojos negros. Y ella girando, evitando el saludo tan premeditado, pero sintiendo de golpe las garras marrones apresando su cintura, llevándola hacia el calce justo, hacia el calor del agua y las burbujas. Los dientes de la señora hacían fuerza por atravesarse unos a otros, morderse entre sí, arietes del miedo y la vergüenza. La chica iba riendo y una decena de veces la señora quiso convencerse, encontrar las pruebas que demostraran que sí, que la chica y el guarda se conocían de antes, de mucho antes, que esas palabras y esos gestos no podían nacer así de la nada.

-Perdón –se disculpó la chica tras el pisotón involuntario.

La señora suspiró y el aire frío le llegó a los talones, mientras continuaba con los ojos fijos en el reflejo. Quería llorar por dentro. Imaginaba a su esposo sentado a su izquierda, con los pies cruzados marcando el ritmo de una salsa norteña, ordenando los billetes y dando las gracias a los pasajeros que intercambiaban quince pesos por boletos. Quiso verlo dando, regalando gestos sin intereses, miradas sin compromisos ni protocolos, caricias sin esfuerzo. Y quiso llorar aún más cuando el guarda se inclinó sobre el corredor para hablarle más de cerca a la chica y esquivar el ronquido lento del motor en segunda. Ella ahora reía y él apenas corría la cabeza para recibir las monedas y dar el boleto. Gracias. Y le seguía explicando, contando, diciendo como si estuvieran en el comedor de su casa, esperando, estando.

El ómnibus retomó la marcha y la señora sintió el final como si fuera el suyo. La chica se levantó y miró a través del parabrisas, mientras el guarda seguía hablándole y ella asentía y volvía a quejarse del ciento ocho. El ómnibus se detuvo a mitad de cuadra y la chica bajó. Afuera no llovía. El guarda respondió el saludo pero no la miró irse. Volvió a concentrarse en los billetes. La señora de la mueca despegó sus ojos del vidrio y giró hacia el guarda. Alzó sus labios sobre el rompevientos y quiso decirle, obligarlo a que la mirara irse, a que la deseara un poco más, como si ella fuera ella, y él, su marido.

viernes, junio 02, 2006

#3

La espuma sube, por fin. Es noche cercana al invierno y las teclas temen bajo mis dedos. Es noche fría. Igual, yo en calzones, sin medias, y sobre el cuero la campera celeste de hace años. Je, je. Río. Es el frío y los restos de alcohol vagando por mis venas que incitan a mis manos. Dejar un rastro de esta noche, plasmado sobre el monitor, enredado en marañas de ceros y unos. Bla. Hace meses que no escribo nada, ni una puta canción, ni unos putos versos, ni unas cotorrudas incoherencias. Hace tiempo que no ejerzo la sintaxis de un modo lejano a listas de supermercado. Y hoy empiezo, lentamente, a sentir el frío, la ansiedad de volver a volcar las letras en un orden hasta ahora impredecible, en un orden que al final me dé algo de satisfacción por sí solo. Sin pensar en antes ni en despueses. Sólo dejar las manos flotar por ahí. A cagar si a alguien le interesa lo que escribo. A mí me parece divertido y las dejo ir. Ellas, mis manos, digo, y es increíblemente excitante no saber lo que vendrá a continuación. A pesar de todo, me guío por las reglas que aprendí. Es digno de risa saber dónde colocar un punto, una coma, un párrafo, aunque todavía no haya pasado al siguiente. Provoca risa ver lo ilógico de respetar ciertas reglas cuando en realidad no me interesa ninguna. Pero las respeto. Vaya contradicción. Mierda. Puta. Y buenas malas palabras se tejen solas porque quieren salir y yo las dejo y no las reprimo, aunque algunos no las consideren arte. Mierda, ¿quién dijo que esto era arte? Callá, callate. Nadie pidió tu opinión de intelectual frígido. Yo escribo porque se me cantan los huevos y cada vez que dirigís tu mirada hacia mí, más ganas me dan de llamarte imbécil, estúpido, etcétera. Eres un etcétera, je, je. Río. Y río más. ¡Etcétera! Ah. Placer de escribir, de hablar conmigo mismo a estas horas de la noche y no decir nada, nada de nada de nada. Y ver que leés, y saber que en algún punto estás disfrutando de estas letras encadenadas, con o sin sentido. ¿Alguna vez importó?

Cambio de párrafo, ¿y seguís esperando? No, no voy a contar nada, no va a pasar nada. Soy sólo yo y este placer masturbatorio de engendrar letras gratuitamente. No me gustan las promesas, pero el día que pierda el empleo que quizá alguna vez consiga, es decir, cuando tenga en mi poder tiempo libre y frustrado, veré si puedo pasarme veinticuatro horas frente a la máquina de corrido, tecleando sin parar, con litros de algo a un costado, tejiendo hojas virtuales a mansalva, expulsando sandeces incoherentes, caprichos antagónicos, personajes amigables, invisibles y tan prescindibles como este texto neonato. ¡Vivan los neonatos! Pero yo me voy a dormir. Lamento haberte hecho perder el tiempo. En este momento acabo de recobrar la sobriedad y me doy cuenta que esto es una verdadera poronga, así que procederé a publicarlo antes de que amanezca y ellos me vengan a buscar. Boing.

domingo, febrero 12, 2006

sala de espera

soy tuyo
para que me deshagas
quiero morir
después de vos
no quiero dormir
a tus insultos
soy el blanco
único destino
acá estoy
para que me deshagas

¿vas a creer
o no?
una sala de espera
es un sí, un no
pero sí o no
acá estoy
siempre
para que me deshagas otra vez

miércoles, febrero 01, 2006

# 4

Cuando me despido por teléfono digo dos veces chau, porque la palabra chau sola es muy cortita. Sé que siempre queda la opción del hasta luego, pero eso nunca es cierto, y prefiero la brevedad a la mentira. Diga.

miércoles, enero 11, 2006

composición automática de escritura descifrable número dos

Que empiecen los rinocerontes a treparse por su espalda: “Total qué me importa”, pensó Rodríguez, “ya llevo diez horas pensando un nombre frente a esta computadora y no me sale nada”. Si mañana lo ponen de patitas en la calle, a él no le importa. Se vio el otro día en un altercado con la vecina de la esquina, Ana Doris, y liquidó la discusión diciendo que ya no le importaban las relaciones vecinales, que a fin de cuentas todo era una maldita mentira del demonio, que los vecinos sólo servían para robarle a uno muecas involuntarias, sonrisas hipócritas destiladas al azar de una mañana cualquiera. A fin de cuentas, repitió, nada sabían el uno del otro y daba lo mismo que fuera Ana Doris o cualquier otro el vecino con quien Rodríguez discutía. Que la basura, que los perros, que los gatos, que el alumbrado público. Allá ellos con sus problemas y sus gritos, Rodríguez sólo quería saber si había algún plomero por la vuelta. Ah, eso sí, cuando los vecinos eran útiles, valía la pena discutir por cualquier pavada.

Rodríguez llega tarde a la salida de su hijo, Manuel. El pequeño diablo de ocho años lo aguarda hace quince minutos, y todo por culpa de Ana Doris, que salió a la calle únicamente para decirle a Rodríguez que el basurero pasa los martes, jueves y sábados, que no hay por qué dejar las bolsas de basura afuera todo el día, que después la cuadra se llena de perros y gatos, y gatos y perros que no hacen más que romper y esparcir la podredumbre por donde después uno tiene que caminar. “Pero si este barrio ya está todo podrido, ¿qué me viene a decir a mí?”, finiquitó Rodríguez, junto con un rudo y alevoso sacudón de brazo que luego consideró un innecesario derroche de energía.

Pero a Manuel no le interesaba todo lo que pudiera mentirle su padre. Hacía ya media hora que el único hijo esperaba solo en la puerta de la escuela, y Rodríguez sin aparecer. “Papá, quiero que ahora me lleves a comer un helado”. La túnica ensopada de Manuel no hizo más que ablandar a Rodríguez e inducirlo a acceder a los caprichos de su hijo. Caprichos, bah, mejor dicho, artimaña caída del cielo, tan bienvenida oportunidad de evitar otro tipo de reproches y de los cuales Manuel poseía en toneladas cantidades.

Rodríguez se sienta junto a su hijo y piensa en el nombre: Manuel Rodríguez. Se apena por haber sido tan estúpido y haber sido tan condescendiente con su mujer. Si ya venía apellidado Rodríguez, ¿qué necesidad de llamarlo Manuel? Bastante de español tenía ya como para rematarlo de esa manera. Pero Manuel no decía nada y se guardaba esos reproches para cuando ingresara en la pubertad. Ahí sí que le iba a dar con un garrote al viejo. Mientras tanto, Rodríguez lo observaba chorrearse por las comisuras de los labios y volvió con un mazo de servilletas.

Manuel terminó el helado de frutilla y dulce de leche y con movimientos calculados y solemnes envolvió el cucurucho en la servilleta y lo fue a tirar en el tacho de basura. “Permiso”, dijo. Rodríguez lo observaba con orgullo, tal como él le había enseñado. Que los empleados agarran la plata y ahí mismo te sirven el cucurucho, vos siempre tiralo a la basura, y lo de adentro comételo con cucharita. Manuel regresó junto a su padre, limpiándose las manos en el pantalón gris y lo miró a los ojos: “Papá, ¿quién fue el gallego de mierda que me puso Manuel?”. Rodríguez cerró la boca y pensó por unos segundos. Luego la abrió: “Hijo, ¿vos sabés quién fue Manuel?”.