viernes, julio 29, 2005

arresto

Ya conoce sus derechos, dijo el policía, y con cuidado le colocó en su muñeca el reloj.

palabras muertas

Por qué cuando te oigo mis palabras callan
Y se endurece mi boca tímida
Por qué cuando te veo mi piel se crispa
Y ya no puedo sentir nada

Salvo mi angustia haciéndose grande
En mi interior, apuñalándome
Uno a uno, los dolores de siempre

Te oculta mi ser un rencor
Y las ganas de extrañarte
Residen en mí criaturas
Anidando amores cortantes

Diáspora sentimental. Perdición
Amor rabia locura dolor

Ves la fachada que renace
Una y otra vez para cubrir
Todo el destrozo que provocas en mí

Ves al niño retorciéndose
Entre los ecos podridos
De palabras muertas
Que nunca te pudieron hablar

martes, julio 26, 2005

que los cumpla feliz

Otra vez nos encontramos. Hace tiempo que no nos veíamos. Siempre que nos vemos decimos que vamos a hacer tal o cual cosa juntos, pero al final no hacemos nada. Espero que esta vez sea diferente. Llegaste, saludaste y te paraste a mi lado. Es aburrido saludar a todas las personas, una por una. A más de la mitad no las conocés. Empezamos a hablar. Las bocas se destapan sin apuro. Al principio sólo intercambiamos palabras casi vacías, sin sentido. Evitamos el silencio. Y así las frases se van llenando y nos vamos encontrando otra vez, como todos los años. Pero esta vez va a ser diferente. No va a pasar tanto tiempo. Me preguntás si todavía tengo la cámara de fotos, si ya terminé la facultad. Y te digo que sí, que ahora estoy con algo de tiempo libre, que la próxima semana te llamo y nos juntamos a tomar mate o a andar en bici. Y podríamos ir con la cámara.

Acá hay mucha gente, mucho ruido. Hablan tan fuerte y todos al mismo tiempo. Seguimos hablando, como si al hablar nos acercáramos más y más. Lo disfruto. Vuelvo a ser tu amigo. Te recuerdo cuando íbamos juntos a la plaza o a los recitales. Me gustaría ir de vuelta. Te invito a un concierto de jazz que va a haber este martes. Me decís que sí. Yo me ofrezco para ir a comprarte la entrada. Mañana tengo que dar unas vueltas cerca del teatro y ya aprovecho... Igual el lunes te llamo y me confirmás. Dale. No soporto el barullo. Vamos para la cocina, vení. Traé tu vaso. Yo agarro una botella que está casi vacía. Nos sentamos en la mesada. Sirvo un vaso para cada uno y seguimos hablando. Ahora compartimos algunos sentimientos. Vos preguntás y yo respondo. Yo te cuento un poco de mi pasado, como si nunca lo hubiera hecho, y vos me decís que te pasó lo mismo. Aunque también decís que algunas cosas no son tan así, que a vos te pasó diferente. Pero te pasó. Y ambos sabemos a qué nos estamos refiriendo. La botella apenas alcanzó para dos vasos. Ahora tomamos agua de la canilla. No importa.

La hermana de Martín pasa con la torta y dice que vayamos a cantar el feliz cumpleaños (qué nombre tan idiota para una canción, pienso). Decimos que sí, que ya vamos. Entonces yo cierro la frase y te digo que la seguimos después. Volvemos con la multitud. Cantamos, aplaudimos. No nos importa. Vos no querés comer torta, pero yo sí, así que te pido que agarres un pedazo y me lo des. Ahora tengo dos. Soy feliz, como el que cumple años. Pero igual me siento triste porque ya no podemos hablar más. Resultaría forzado si te pidiera que me acompañes otra vez a la cocina. Así que vos hablás con alguno de tus ex compañeros y yo me sirvo un vaso de whisky. Me siento y espero que la fiesta se acabe. Me quiero ir pero me cuesta tomar la decisión. Uno de tus ex compañeros, Walter, se va y vos le preguntás si te puede alcanzar. Te dice que sí. Te levantás, me saludás y quedamos en hablar el lunes. Desaparecés por la puerta. Yo sigo tomando, me prendo un cigarro y espero, con la mirada clavada en la mesa. Pero enseguida apago el cigarro y me pongo de pie. Agarro la campera y camino hacia la puerta. Te sigo. Veo que todavía no te fuiste, que estás hablando con Martín. Él tiene un vaso en la mano y gesticula sin parar, como hace siempre que está borracho. Yo me uno al grupo y enseguida nos encaminamos hacia la puerta. Salimos, vamos hasta el portón eléctrico y Martín abre desde adentro. Saluda con la mano a través de la ventana y vuelve a la fiesta. Nosotros bajamos a la calle. Vos te vas en el auto con Walter y yo empiezo a caminar. Hay apagón.

lunes, julio 25, 2005

y el movimiento de Zenón

Pero incluso el movimiento es una ilusión. Si el trayecto de una línea está compuesto por infinidad de puntos, ningún tiempo sería suficiente para recorrerlos todos.

A veces pienso que es sólo un juego de palabras. Y sigo viajando.

domingo, julio 24, 2005

a veces el tedio

A veces es bueno dejarse absorber por el tedio, entrar en su boca húmeda, oscura e inmensa, y dejarse caer. No clavar las uñas, no ofrecer resistencia. Hacerlo rabiar.

A veces es mejor desatornillar los ojos del horizonte y mirarse los pies, porque en el horizonte hay horizonte y nada más. Cosas lejanas, inasibles, y luego más horizonte, es decir, la ilusión del fin, de la llegada. Todo mentira.

A veces me gusta mirarme los pies y prometerles que voy a hacer tal o cual cosa. Me gusta hacer planes. A veces se tratan de cosas importantes, a veces no, pero siempre me hacen un poco más feliz, me divierten, me obsesionan.

A veces adivino que la vida no es gran cosa, sino un inmenso cúmulo (culo) de estupideces, de cosas sin sentido, de líneas que trazamos sin principio ni fin. Casi todo lo inventamos nosotros, porque sí, por capricho, por deseo, por costumbres, y así fabricamos todo y damos vueltas a su alrededor, como calesitas, aunque a mí me gustan más los espirales.

Pero ocurre que otras veces me olvido de todo eso y siento que algo me cincha. Entonces me callo la boca, cierro los ojos y me dejo arrastrar.

viernes, julio 22, 2005

inmóvil ante mí

pronto verás, me encontrarás así
tirado en la cama te oigo venir
mientras sueño que sigo despierto
hay una parte que duerme con ellos

los ojos abiertos fuera de foco
el cielo repleto de nubes enfermas
se anuncia la angustia tan serena
sin explicarse quiebra mis dedos

soy alimento para cuervos
sólo quiero que te quedes así
estática, inmóvil
ante mí

mirando, sin tocar
estando, sin borrar
la paz
que viene

soy alimento para el fuego
tan pronto llegues consumirá mi piel

otro objeto inerte

Miro cómo dan vuelta, una y otra vez, siempre igual, las agujas del reloj. No lo detengo. Me causa gracia, tal vez también un poco de compasión y lástima, pero un poco nomás. Y siguen girando. En cambio, los almohadones, el techo, la silla, las paredes, el vaso, la mancha de humedad, siguen ahí en su sitio, estáticos, llenos de vida. Parecen cumplir una función, aunque sea ornamental. Ahí están, yo los miro, los observo, y ellos responden. No hay apuro, todos seguimos igual. ¿Se preguntarán ellos para qué los humanos inventamos el tiempo? No lo creo. Seguramente lo disfruten más así, sin ansiedad, sin insomnio, sin pastillas para dormir, sin úlceras gástricas.

Esta noche intenté convertirme en algo así como ellos, para no sentir más el paso del tiempo y para poder moverme yo, por mi propia cuenta. Y creo que hasta cierto punto lo logré. Quisiera otro día –aunque esto suene ahora muy estúpido- pasar más horas así tirado desnudo en el piso de mi habitación, en silencio, contemplando la totalidad de eso que en otro día he llamado nada o aburrimiento. Y qué llena que está ahora. Y lo contemplo. Todas estas cosas con las que convivo pero con las que jamás converso, a las que siempre ignoro por estar más ocupado (¿ocupado?), como si ellas no fueran más que objetos inertes. ¿Acaso nosotros no lo somos también?

jueves, julio 21, 2005

umbilical

todo se reduce a lo que me das
a ese infinito número de abrazos
que nunca estuvieron

que siempre murieron
enredados


y ahora que es tarde, aparecés
pero muy débil, quiero insultarte
y tenerte cerca, mucho más
como si nunca

poder entenderte sin que digas
poder entregarme sin sentirme
frío, falso, distante

ojalá, pero no
cortaron el cordón
y lloré

martes, julio 19, 2005

delicadas fronteras

Tan desesperante es la experiencia de quedarse afuera, de haber salido sin llaves o volver con el juego equivocado. Y tan desesperante es ver desde un costado este fenómeno multitudinario y cotidiano, que hasta provoca cierta sonrisa extraña, mezcla de lastimosa compasión y odio. Una sonrisa débil por fuera, forzada por algún instinto necesario, guiada por reflejos perdidos que pululan a estas horas, para enfrentar el miedo a convertirse en eso que está ahí y que en este momento estamos viendo.

La misma sonrisa invade cada uno de nuestros rostros y parece ser la consecuencia inevitable. Y el tiempo pasa y no se detiene entre ninguno de los que estamos aquí parados. Algunos ya se han dado la vuelta, se han ido a llorar, y es que hay ojos que son más sensibles. Otros dieron el paso al frente y se sentaron. Otros incluso están golpeando el control remoto. Otros comienzan a irritarse y se quejan de la basura televisiva a la que tienen que asistir. Otros opinan, comen y escupen sentados. Y algunos sufren cuando caen las pilas del control remoto, y nadie se levanta a cambiar de canal.

lunes, julio 18, 2005

un estuche casi equivocado

El paseo en ascensor se había vuelto aburrido y monótono. Los espejos desplegados en cada una de las paredes parecían haberse tragado todo vestigio de calidez y cercanía, transformando al ascensor en un lugar frío e indiferente. Como siempre, como todas las mañanas, me encontraba bajando en silencio, sin movimientos, sin nada, solo, envuelto otra vez en los vidrios luminosos de un infinito artificial, sumergido en las aguas de un río congelado.

Dos o tres veces, recuerdo, cerré los ojos para imaginarme atravesando pisos y paredes como un ser etéreo capaz de traspasarlo todo con la vista. Y veía entonces a los habitantes de cada piso moverse en pequeños círculos, como macaquitos en cautiverio realizando sus actividades cotidianas, cumpliendo sus rutinas, tal como yo lo hacía minutos antes. Intenté no conmoverme, mantener la compasión escondida y oprimida en los baches de la inconciencia, callar esa parte de mí que lloraba y reía al mismo tiempo. Quería, quería, quería no sentir lástima y pensar en el desprecio como un simple disfraz que usa la lástima. Pero no pude.

Antes de que la puerta metálica se plegara para dejarme pasar, memoricé por última vez el libreto, ensayando en el escenario de mi mente cada paso a seguir, cada palabra a decir a lo largo del día. Ya podía sentir cómo el portero se despegaba de su silla, mascullando algún insulto contra esa persona que pronto interrumpiría su descanso. Cuando saliera, sin embargo, lo vería con su rostro serio y sereno, con la mano calzando perfectamente en el pestillo, mirando hacia la calle gris a través del vidrio empañado por su aliento, listo para darme el paso.

Y así fue.

Afuera todo continuaba funcionando igual. El verdulero en la verdulería, el panadero en la panadería, el guarda en el ómnibus y el perro ladrando atado a un poste de luz. Miré por última vez y me quité los ojos, con cuidado de no rayarlos. De uno de los bolsillos de la campera extraje un estuche de plástico negro y coloqué allí las dos bolitas húmedas. Sentí frío. Metí la mano en el otro bolsillo y palpé el estuche agamuzado, pero antes de alcanzar a abrirlo oí la voz de un niño que me miraba en silencio. Cabizbajo, estacado al suelo, no me quedó más remedio que aguardar a que su madre le tironeara del brazo para poder sacar los ojos del estuche y colocármelos. El frío punzante me hizo desear la idea de alzar la mirada ciega y mostrarle al pequeño los dos huecos negros.

Por un momento pensé que había dejado en casa el estuche equivocado, pero cuando el perro me señaló con el hocico al heladero, suspiré. El señor de blanco se deslizaba al ras de la calle, contra el cordón de la vereda, con las ruedas del carrito suspendidas en el aire. Sus piernas no se movían, flotaban sobre el cemento congelado, como si la gravedad no le incumbiera. Sin embargo, como me dijo el perro, lo absurdo era que se largara a vender helados en pleno invierno. Di las gracias por el comentario inútil y arranqué a caminar en dirección contraria al viento.

domingo, julio 17, 2005

¡saltar!

Que me despierte, que me despierte, ¡sí, ya voy! Si me levantara y apagara el maldito despertador que me insulta y grita martillando oídos como este lápiz el papel que no existe.

Que me despierte, que me despierte, sí, pero para salir de aquí dentro... Me veo tan pequeño desde afuera, escondido como un ciego detrás del vidrio de la ventana que arroja luz sobre mí. Y es tan grande y gorda esta bolsa de tela que aún no encuentro la entrada por la que entré, ese hoyo estirable que yo quiero que se transforme de una vez por todas en salida para que pueda salirme.

Encima ella, maldita partitura de la razón, de la que no entiendo siquiera la forma, mucho menos su función en el mundo y en mi vida; para qué es que sirve. Y si venían aquellos sacerdotes persiguiéndome recién (ahora yo detrás de la puerta a salvo); si ya pasaron, ¿por qué no viene de vuelta a buscarme, jeroglífico informe, y a enseñarme esos rellenos vacíos con los que yo debo completar mis débiles vasos?

Igual, déjela. A todo esto ya son las once y no hay remedio ni regateo posible, y todas las puertas de la ciudad ya están abiertas, prontas nuevamente para obligarme a pensar.

jueves, julio 14, 2005

siluetas anaranjocieladas

martes, julio 12, 2005

balcón a lila

viernes, julio 08, 2005

vamos a la playa

El horizonte alrededor, todo para mí. Giro la cabeza. Un pato se sumerge. Pienso un nombre, dos, y el pato sale a flote otra vez. Una pareja de pescadores me mira. Yo desaparezco detrás de las rocas. Un tul blanquecino va cubriendo el cielo. Las nubes se mueven, se ensanchan, algunas se deslizan al revés, en dirección contraria. El viento hace sonar la bombilla. Un pequeño lago se forma entre las rocas. Sube y baja. Lo uso para medir el nivel del mar. Una gaviota planea muy cerca de mí. Tengo miedo. La miro y me hace reír. La envidio por moverse tan rápido, sólo con un simple gesto de sus alas. Su cabeza gira como un periscopio, buscando alimento. La isla está cerca, tan cerca como la ciudad. Pero ahora la isla parece más grande, y la ciudad, por el contrario, más chica, más domesticable. Dan ganas de pisarla y aplastarla como a un cigarrillo. El ruido de los autos se confunde con el viento, lo tiñe de graves. A lo lejos, entre los edificios, se pelean por sobresalir las antenas de televisión, y todo parece tan chico. Sonrío. No entiendo por qué es tan difícil vivir ahí dentro. Camino con los ojos cerrados. Los abro y me asusto. La ciudad es enorme. Mejillones. Un cangrejo se mueve. Hay otro que está muerto, o se hace. La pareja de pescadores me vuelve a mirar. Pica. Me desvío. Las rocas se dividen, se hacen más chicas. Cuido los pasos para no resbalarme. Todo está húmedo, lleno de musgo. El lago entre las rocas sube. Me acuesto, me despatarro sobre las rocas, pero no me preocupo. Giro la cabeza. Soy dueño de todo el horizonte. Veo los montículos de arena que fabricaron las máquinas, todos en fila, a punto de ser consumidos por el agua. ¿Y si el agua crece y yo quedo aislado? ¿Cuántas veces pensé en desintegrarme? Ya perdí la cuenta.

cardiogramas

La línea del cardiograma salta y se hunde infinitas veces, encontrando en la monotonía de la recta final la muerte.

jueves, julio 07, 2005

el aljibe

El hombre ya estaba a punto de levantarse de su silla cuando escuchó el rumor del camión, detrás de las leves colinas de tierra, haciéndose cada vez más grande. Era un día de sol quieto y seco, más bien áspero, y no había ni una nube en el cielo que aliviara la luz caliente. Algún pájaro perdido y hambriento se escuchaba chillar a lo lejos y el aire seguía sin moverse. El día caía con agobio y parecía eterno y aburrido, porque la pesadumbre se dilataba y dilataba y no había ningún árbol que se le interpusiera. Y él estaba dentro, y las gotas de sudor se escurrían por los agujeros en su ropaje, al igual que el sol lo hacía a través de las rendijas del techo. ¡Qué inútil! Nada podía soportar aquellos rayos. El hombre sentía cómo el polvo del ambiente y la tierrilla rascaban desde su nariz hasta sus pulmones. No quedaba ni una gota de agua en toda la casa; tragó saliva unas cuantas veces, pero la sed continuaba en su garganta como un alfiler. El calor se había llevado lo poco que quedaba en el aljibe reseco y, al parecer, había hecho lo mismo con la esperanza. La soledad era tenaz y la tristeza tal, que el hombre no se levantó, sino que a mitad de camino de pararse, se dejó caer, se desplomó y no movió las manos del lugar en que estaban.

Ya llevaba todo el día con las manos posadas sobre la mesa de madera vieja, y una foto arruinada por el tiempo yacía entre ellas. A un lado, un vaso vacío. Empinó el vaso una vez más pero no consiguió que esa gota miserable se despegara del fondo para deslizarse hasta su lengua cuajada. No pudo, y únicamente una lágrima logró caer desde sus ojos demacrados, dejando una enorme mancha entre la foto y el borde astillado. El hombre no se movió en absoluto. Continuó observando los rostros alegres en la foto blanco y negro y recordó aquellos tiempos, aquellas personas. Y otra lágrima cayó. De pronto, levantó la cabeza y vio todo alrededor: los estantes cubiertos de polvo, los portarretratos vacíos, los álbumes desparramados sobre la única alfombra desflecada de la habitación, que ya había dejado de ser habitable hacía mucho tiempo, desde que todos se habían ido. Entonces dejó los ojos atravesados en la foto, que parecía una ventana hacia el patio trasero de la memoria, y pensó en todo lo que había pasado debajo de ese techo, dentro y fuera de esas paredes venidas a menos; quiso volver a oler los aromas arrinconados e hizo un pequeño esfuerzo con la nariz, pero fue inútil. Meneó la cabeza, signo de frustración, y no quiso recordar más.

Al costado de la silla, lo esperaba una mochila de cuero viejo y marrón podrido, y sobraba espacio para acomodar dentro su esperanza. El ruido del camión volvió a escucharse, pero el hombre no se inquietó; sabía que los motores del ejército se habían vuelto vetustos y que las carrocerías destartaladas ya no superaban los cuarenta kilómetros por hora. No había prisa. Se levantó y dejó el vaso en la pileta, por si acaso, alguna vez, alguien volviera a usarlo. Tomó la mochila y enfrentó la puerta mosquitera.

Muchos de los que vivían en la pequeña ciudad, en las faldas de las colinas que se levantaban tras la casa del hombre, habían huido ya desesperados por los caminos de tierra como hormigas, y algunos, que habían parado para avisarle a puertas de su casa, le habían narrado las atrocidades que se estaban cometiendo en la ciudad, y que por eso huían. Abandonaban la zona tantos como podían entrar en los camiones que habían robado a un comando del ejército.

Sin embargo, el hombre no quería huir. Esta vez no. Había huido de los campos al oeste de Lupsade y lo había logrado de casualidad. Si esta vez huía, sabía que tendría que seguir haciéndolo por siempre, y antes que todo eso, prefería morir, aunque fuera en la peor soledad de todas. Por eso miró una vez más la foto y la dejó caer a sus pies, y abrió la puerta y salió, y antes que la puerta mosquitera golpeara contra el marco, volvió a mirarla. Ya se veía asomar la trompa del camión camuflado por encima del balasto amarillento. Se despidió de su hogar, viejo hogar, con una triste mirada. En pocos segundos abrió la tapa del aljibe, tiró su mochila y observó la oscuridad allá abajo. Se acuclilló para extender su pierna derecha hacia lo hondo de aquello y comenzó a descender por la escalera de hierro que trepaba por la pared circular. Tan pronto como su cabeza estuvo fuera del peligro ardiente que acechaba fuera, cerró la tapa desde dentro y se sumergió aferrado a los peldaños seguros que se perdían allá abajo.