domingo, agosto 31, 2008

de sábanas un mar

Hace días que vengo durmiendo mal. Me despierto sudado una, dos, tres veces por noche. Algunas sin razón. Otras, por un sueño, un ruido, el calor, el teléfono. Hoy soñé que caminaba por una playa con médanos muy altos y empinados. En lo alto del médano había pasto, muy poco, y más atrás me acompañaba la figura de una persona de campera abierta y rulos al viento; pero quizá fuera un espejismo, porque su imagen iba y venía, o perdía opacidad, o vibraba en el aire como la calina. De todas maneras su presencia no era muy importante, sólo un detalle en la escenografía. El asunto es que iba caminando por la cresta de ese médano, mirando hacia abajo, hacia una especie de arroyito que desembocaba en un río o mar que jamás llegué a divisar. Lo único que me llamaba la atención era la altura, la inclinación del médano, y que todo fuera arena y qué pasaría si me tirara. Seguí caminando hacia no sé dónde, mirando hacia abajo, pensando en fórmulas para calcular la densidad de la arena y si me haría daño. Lo estaba pensando, meditando, retrasándolo sin querer, pero era cuestión de segundos para que me tirara.

De pronto el viento cobró fuerza, mucha fuerza, aunque no escuchaba su zumbido. Así que aproveché la ráfaga y salté bien alto, alto, alto, y el viento se embolsó en mi panza. Mi remera gigante, estirada, hacía de bolsa para el viento, que me elevaba más y más, me escupía hacia arriba como a un hada madrina y me deformaba la cara. Así estuve durante unos minutos flotando, hasta que el soplido perdió fuerza, cesó instantáneamente y me dejó solo allá arriba. Hice un esfuerzo, aleteé, y apenas un poco más logré subir por mi cuenta, hasta que comencé a caer sin remedio. La adrenalina me invadió. El pánico, la incertidumbre. Según mis cálculos… ¡qué cálculos! No había hecho ningún cálculo, no había encontrado ninguna fórmula de nada. Cerré los ojos. Los abrí. Todavía seguía cayendo, como si la distancia o los segundos se hubieran estirado, dándome más paño para sufrir. Cerré los ojos otra vez. Sentí la tensión y el miedo en los dientes, una vibración silenciosa pero demoledora. Cuando volví a abrirlos el suelo estaba a unos pocos metros. Ya podía ver cada grano de arena por separado, la resaca acumulada entre las piedras, los caparazones viejos y molidos. Me concentré en mis rodillas, en los dedos de mis pies y aterricé.

Hundido en la arena, apenas unos pocos centímetros, no sentía ningún tipo de dolor. Al parecer nada me había ocurrido. Hice un chequeo rápido y corroboré que cada hueso siguiera en su lugar. Me invadió el alivio, como quien salva su turno en la ruleta rusa. Levanté la cabeza y miré la cresta del médano, sólo para confesar que algún día me gustaría hacer paracaidismo.

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