miércoles, enero 11, 2006

composición automática de escritura descifrable número dos

Que empiecen los rinocerontes a treparse por su espalda: “Total qué me importa”, pensó Rodríguez, “ya llevo diez horas pensando un nombre frente a esta computadora y no me sale nada”. Si mañana lo ponen de patitas en la calle, a él no le importa. Se vio el otro día en un altercado con la vecina de la esquina, Ana Doris, y liquidó la discusión diciendo que ya no le importaban las relaciones vecinales, que a fin de cuentas todo era una maldita mentira del demonio, que los vecinos sólo servían para robarle a uno muecas involuntarias, sonrisas hipócritas destiladas al azar de una mañana cualquiera. A fin de cuentas, repitió, nada sabían el uno del otro y daba lo mismo que fuera Ana Doris o cualquier otro el vecino con quien Rodríguez discutía. Que la basura, que los perros, que los gatos, que el alumbrado público. Allá ellos con sus problemas y sus gritos, Rodríguez sólo quería saber si había algún plomero por la vuelta. Ah, eso sí, cuando los vecinos eran útiles, valía la pena discutir por cualquier pavada.

Rodríguez llega tarde a la salida de su hijo, Manuel. El pequeño diablo de ocho años lo aguarda hace quince minutos, y todo por culpa de Ana Doris, que salió a la calle únicamente para decirle a Rodríguez que el basurero pasa los martes, jueves y sábados, que no hay por qué dejar las bolsas de basura afuera todo el día, que después la cuadra se llena de perros y gatos, y gatos y perros que no hacen más que romper y esparcir la podredumbre por donde después uno tiene que caminar. “Pero si este barrio ya está todo podrido, ¿qué me viene a decir a mí?”, finiquitó Rodríguez, junto con un rudo y alevoso sacudón de brazo que luego consideró un innecesario derroche de energía.

Pero a Manuel no le interesaba todo lo que pudiera mentirle su padre. Hacía ya media hora que el único hijo esperaba solo en la puerta de la escuela, y Rodríguez sin aparecer. “Papá, quiero que ahora me lleves a comer un helado”. La túnica ensopada de Manuel no hizo más que ablandar a Rodríguez e inducirlo a acceder a los caprichos de su hijo. Caprichos, bah, mejor dicho, artimaña caída del cielo, tan bienvenida oportunidad de evitar otro tipo de reproches y de los cuales Manuel poseía en toneladas cantidades.

Rodríguez se sienta junto a su hijo y piensa en el nombre: Manuel Rodríguez. Se apena por haber sido tan estúpido y haber sido tan condescendiente con su mujer. Si ya venía apellidado Rodríguez, ¿qué necesidad de llamarlo Manuel? Bastante de español tenía ya como para rematarlo de esa manera. Pero Manuel no decía nada y se guardaba esos reproches para cuando ingresara en la pubertad. Ahí sí que le iba a dar con un garrote al viejo. Mientras tanto, Rodríguez lo observaba chorrearse por las comisuras de los labios y volvió con un mazo de servilletas.

Manuel terminó el helado de frutilla y dulce de leche y con movimientos calculados y solemnes envolvió el cucurucho en la servilleta y lo fue a tirar en el tacho de basura. “Permiso”, dijo. Rodríguez lo observaba con orgullo, tal como él le había enseñado. Que los empleados agarran la plata y ahí mismo te sirven el cucurucho, vos siempre tiralo a la basura, y lo de adentro comételo con cucharita. Manuel regresó junto a su padre, limpiándose las manos en el pantalón gris y lo miró a los ojos: “Papá, ¿quién fue el gallego de mierda que me puso Manuel?”. Rodríguez cerró la boca y pensó por unos segundos. Luego la abrió: “Hijo, ¿vos sabés quién fue Manuel?”.