jueves, octubre 16, 2008

comillas

Lo que va a continuación es parte de una entrevista a Paul Schrader (entre otras cosas guionista de algunas películas de Scorsese), publicada en la revista web Rouge bajo el título "Pretending that life has no meaning". La entrevista es de setiembre de 2005 y fue hecha por George Kouvaros. La traducción es mía y afuera cae pelusa de los plátanos.


Schrader: La misma cuestión surgió en Patty Hearst (1988) y, hasta cierto punto, con Auto Focus (2002): ¿cómo las llevas a cabo?

Recuerdo una vez haber tenido una conversación con Sydney Pollack. Él hablaba acerca de los directores como yo que entran a su oficina (Mirage Productions) buscando su apoyo para realizar una película. Y dijo: “Estos jóvenes cineastas independientes… Los veo y no noto mucha diferencia entre nosotros. No entiendo realmente en qué sentido son diferentes a mí”. Yo le dije: “Bueno, Sydney, yo he hecho dos películas en las que, desde el mismo momento de empezar a filmarlas, ya sabía que no tendrían ningún éxito económico. Pero en ambos casos creía que eran películas interesantes y que valía la pena el esfuerzo. Ahora, ¿tú harías eso? Pensó por un momento y preguntó: “¿Si supiera que una película no va a lograrlo?”. Le dije que sí, y él dijo: “No, no la haría. Me retiraría al darme cuenta de que va a fracasar”. Yo sabía que Mishima (1985) no tendría buen futuro en lo económico y que Patty Hearst nunca sería un éxito, pero me pareció valioso hacerlas.


Kouvaros: Asumir esa clase de riesgos demanda a su vez gran esfuerzo físico y emocional. Y luego, una vez hecha la película, conseguir un distribuidor…

Schrader: No estoy de acuerdo. Por el contrario, hacer una película de mierda es mucho más agotador. Hablando de esfuerzo, yo no entiendo cómo lo hacen. No entiendo cómo esa gente va y hace la misma película que ya ha visto cien veces y que otros ya han hecho cien veces. Es ir a la fábrica sólo para forjar el mismo objeto que has estado forjando toda tu vida. ¿Cómo haces eso en las artes? Eso me volvería loco. En cambio, salir y decir. “¿Cómo carajo voy a sacar esto adelante?”, eso es lo que te mantiene despierto, eso es lo que te motiva y te hace sentir vivo. Por eso no entiendo cómo los directores lo hacen igual que si fuera un trabajo. Creo que todo debería ser una cuestión de: “No sé si podré sacar esto adelante”. Quizá nos veamos dentro de unos años y te diga: “¿Te acuerdas de aquella película sobre la que dudaba si tendría éxito? Bueno, no lo tuvo, pero fue necesario hacerla para averiguarlo”.

domingo, septiembre 07, 2008

tratando de escatología

Apenas empieza el domingo y ya no queda nada más para decir, decir que tenga sentido, quiero decir. Pero podría intentar eso que dicen que uno puede hacer cuando se dispone a escribir sin pensar y sin cuestionarse, digo, como si luego de cagar tiráramos la cisterna pensando en todo lo que ese torrente inconsciente de agua se llevará, como si pudiéramos zambullirnos en el torbellino y penetrar por los caños, las alcantarillas, el saneamiento público, y dejarnos arrastrar por la oscuridad, ignorando a dónde conducen todas estas cañerías. No hay que preguntar. Sólo extender los brazos hacia los costados y sentir el roce de las paredes, los ladrillos en las uñas, en las yemas de los dedos, como si fueran ojos, pero mucho, mucho más… Todos los sentidos combinados y comunicados en uno solo, único, infinito, total. Y tanto mejor si pudiéramos fabricarnos, hacer nacer de nuestro cuello, las ranuras de las agallas y respirar bajo el agua, la mugre, nuestros desechos, el flujo en que devino ese plato de comida que mamá sirvió en la cena de hoy. Nosotros fuimos los transformadores y ahora lo estamos apreciando con nuestro sentido único y total, ¿por qué deberíamos espantarnos? Es un producto bien nuestro, un producto producto de nuestra ingesta de productos, viajando por este cacaducto sin duda alguna. Y con los brazos extendidos hacia ambos lados, la cabeza echada hacia atrás, sintiendo el roce de los cuerpos en nuestros cachetes, sintiendo el agua filtrarse a través de nuestros dientes, rechazando sin quererlo los pedazos de choclo y las hilachas que retienen accidentalmente los pelos de nuestra nariz. Nariz que ya no huele por sí misma sino que está unida a los otros sentidos que ya no son sentidos por sí mismos sino que se encuentran, como dije antes, en profunda sinergia. Y podemos dejar de lado nuestro cerebro también. Perder el sentido último, el primero, y el del medio. Perder todos los sentidos y volvernos incoherentes, dejar de preguntarnos qué cosas y seguir la flecha, las flechas, por más contradictorias que sean, o incluso agarrar los carteles que contienen a esas flechas y usarlos como remos o quillas para divertirnos en la corriente hospitalaria que nos lleva y nos amansa sin saber siquiera nuestros nombres o nacionalidad, ¡porque no le importa, no le interesa! Ella nos tiene y nos mantiene como parte del juego y sería propio de nosotros respetarla y no hacerle preguntas ni darle respuestas que ella no nos ha pedido. Sólo podemos abrir la boca, tragar y decir que todo ha estado de maravilla, de veras muy rico. Saludar, limpiarnos las comisuras de los labios con este pañuelo que va allá a lo lejos, mirarla (ya no con los ojos, ¡sino con todo el sentido total!) y decirle, con una mano en el corazón, ¡con todo el sentido en el corazón!, que debemos volver a casa, pero que esperamos todo esto se repita pronto. Y muchas gracias.

domingo, agosto 31, 2008

de sábanas un mar

Hace días que vengo durmiendo mal. Me despierto sudado una, dos, tres veces por noche. Algunas sin razón. Otras, por un sueño, un ruido, el calor, el teléfono. Hoy soñé que caminaba por una playa con médanos muy altos y empinados. En lo alto del médano había pasto, muy poco, y más atrás me acompañaba la figura de una persona de campera abierta y rulos al viento; pero quizá fuera un espejismo, porque su imagen iba y venía, o perdía opacidad, o vibraba en el aire como la calina. De todas maneras su presencia no era muy importante, sólo un detalle en la escenografía. El asunto es que iba caminando por la cresta de ese médano, mirando hacia abajo, hacia una especie de arroyito que desembocaba en un río o mar que jamás llegué a divisar. Lo único que me llamaba la atención era la altura, la inclinación del médano, y que todo fuera arena y qué pasaría si me tirara. Seguí caminando hacia no sé dónde, mirando hacia abajo, pensando en fórmulas para calcular la densidad de la arena y si me haría daño. Lo estaba pensando, meditando, retrasándolo sin querer, pero era cuestión de segundos para que me tirara.

De pronto el viento cobró fuerza, mucha fuerza, aunque no escuchaba su zumbido. Así que aproveché la ráfaga y salté bien alto, alto, alto, y el viento se embolsó en mi panza. Mi remera gigante, estirada, hacía de bolsa para el viento, que me elevaba más y más, me escupía hacia arriba como a un hada madrina y me deformaba la cara. Así estuve durante unos minutos flotando, hasta que el soplido perdió fuerza, cesó instantáneamente y me dejó solo allá arriba. Hice un esfuerzo, aleteé, y apenas un poco más logré subir por mi cuenta, hasta que comencé a caer sin remedio. La adrenalina me invadió. El pánico, la incertidumbre. Según mis cálculos… ¡qué cálculos! No había hecho ningún cálculo, no había encontrado ninguna fórmula de nada. Cerré los ojos. Los abrí. Todavía seguía cayendo, como si la distancia o los segundos se hubieran estirado, dándome más paño para sufrir. Cerré los ojos otra vez. Sentí la tensión y el miedo en los dientes, una vibración silenciosa pero demoledora. Cuando volví a abrirlos el suelo estaba a unos pocos metros. Ya podía ver cada grano de arena por separado, la resaca acumulada entre las piedras, los caparazones viejos y molidos. Me concentré en mis rodillas, en los dedos de mis pies y aterricé.

Hundido en la arena, apenas unos pocos centímetros, no sentía ningún tipo de dolor. Al parecer nada me había ocurrido. Hice un chequeo rápido y corroboré que cada hueso siguiera en su lugar. Me invadió el alivio, como quien salva su turno en la ruleta rusa. Levanté la cabeza y miré la cresta del médano, sólo para confesar que algún día me gustaría hacer paracaidismo.

martes, agosto 26, 2008

perfil en sombra

escuchamos en silencio
espiamos bajo el telón
asomados por las ventanas
de la civilización
desconfiamos de las modas
la imitación por la imitación

por favor, repitan
actores, y... ¡acción!

y sí, nos pueden los abrazos
y las fotos de hace años
murmurando en el rincón

saludaron a su padre desde lejos
sin nombrar la relación

cada tanto le sonreímos
a la autodestrucción
por teléfono besamos
somos capaces de hacerlo

hola y adiós, odiamos las fiestas
su eterno y falso qué sé yo
esa necesidad de excusas
para unir lo que no está ahí

nos quejamos de esta vida
y medimos la ambición
sobredosis de promesas
con puertas al vacío

huimos de todo protagonismo
cansados de otro cumpleaños
llegamos al velorio sin decir
que evitamos las palabras

y si algunas veces
prestamos atención
podemos ver
una calle parecida
una calle perdida en tu interior

domingo, agosto 17, 2008

paseo de compras

en mis sueños vi a un hombre morir
aplastado por un paseo de compras
derrumbado
y los obreros corrían hacia él
a ayudarlo
y entre las columnas alguien lo vio
el cuerpo (¡el cuerpo, el cuerpo!)
y entre el polvo y el terror lo fueron sacando
sin moverlo, con cuidado
y al darlo vuelta en el piso
en su espalda los cables, entrañas sueltas
su nuca abierta

en mis sueños vi a un hombre morir
gritar con su último aliento
¡quiero vivir, no me dejes morir!
una mano temblorosa (tal vez la mía)
entró en su espalda sin saber qué hacer
si sostener los cables o acariciarle la sien
sin saber qué hacer, más que ver

en mis sueños vi a otro hombre morir

domingo, agosto 10, 2008

se aceptan números atrasados

¿Es la envidia o es otra clase de monstruo que me ataca, dando batalla sin tregua, hasta dejarme reducido y recluido en un rincón, como una pila de escombro apático? ¿Es la envidia o qué, lo que por algún extraño proceso de metabolismo deviene en apatía, así porque sí?

Es que mi imaginación se inventa cosas y hace tremendo barullo, incapaz de discernir entre la mentira y lo verdadero. Ella me imagina siendo feliz en otra parte, en algún lado, en cualquier país, en una montaña, perdido en un valle con las rodillas al viento y una flameante melena, recogiendo leña de árboles caídos, que son sólo eso, árboles, no personas… encendiendo una vela comprada en el almacén más cercano a diez kilómetros, leyendo un libro, amándote, olvidado, enterrado en la tierra y con el cuerpo entero embalsamado en su anestesia general, santo remedio contra el paso de los tiempos, tiempos comprimidos en relojes y reducidos a horas minutos segundos. Ella me imagina feliz así, en otra parte, y yo le agradezco automáticamente, pero al girarme hacia la ventana lo único que veo es un jardín y el auto del vecino, y a una señora que pasa con un sombrero negro y una cartera tan grande, que debe llevarla colgando a un costado a la altura de las rodillas, como si fuera una chismosa.

Y la envidia sale de sus trincheras y avanza en mi terreno cada vez que imagino la imaginación de otros hombres, hombres que por alguna razón, por el mérito de sus hazañas, han entrado en mi imaginario y me han cautivado, y que por el mismo motivo ahora me torturan y llaman a gritos a la puta envidia, que no tardará más que unos segundos en convertirse en apatía. Imagino lo que han caminado, lo que han andado, lo que han subido, de todo aquello de lo que se han desprendido y me siento asfixiado por la ansiedad, por el contraste entre lo rápido que pasa el tiempo y la lentitud con la que mi humanidad se desenvuelve. Así que quizá sea momento de hacer algo al respecto.

Equis. Anestesiarse contra el paso del tiempo, tirar el reloj a la mierda, olvidarse, ignorarlo, hacer oídos sordos al continuo exasperante de su tic tac y seguir andando y detenerse bajo un refugio a estirar las piernas cada vez que me dé la gana. Aunque parezca imposible, aunque me encuentre rodeado por estas maquinitas del demonio.

Ene. Deshacerse de las imaginaciones cobardes como la mía, las que se refugian y preocupan demasiado por lo que han hecho los otros, en vez de salir a morir y dejarse de joder. La palabra clave acá es hacer, que puede estar precedida o sucedida por el pensar, pero nunca por esta clase de imaginación escapista, esta especie de bicho estúpido, elucubrador de marañas masturbatorias, nebulosas miopes y otros cuentos. Hay que hacer y hay que pensar y hay que volver a hacer, hacer, hacer, hacer. En fin, lo que me hacen falta son pelotas, más que pelotas, bolas de cañón, hermosas esferas rodantes, galopantes, giratorias, pelotas balas que corran volando atropellando atravesándolo todo, todo, todo. Hoy reniego de la línea recta, del continuo vital, de las ambiciones con cara de futuro grandioso, de las recetas para llegar a ser alguien en la vida, algún día...


Hoy me da en el quinto forro tener que sostener la careta con la flecha que señala que todo está bien, que todo va para adelante, como siempre, tranquilo, tirando. Minga, señor. Hoy me levanté con ganas de morirme... ¡Desearía no haberme levantado! Hágame retroceder veinte casilleros. ¡Ya! Hoy no tengo ganas, hoy no, hoy no muevo un dedo, hoy me quedo quieto, en mi molde, en mi sayo, sin hablar, sin contraer el cristalino. Me niego a hacer foco, a concentrar mis energías en luchar contra el tedio, contra la no pertenencia, contra el hecho irrefutable de que todo hombre, al fin y al cabo (y como dijo alguien que ahora no recuerdo), es una isla. Hoy no, hoy no. Hoy voy a ver si puedo tolerarme a mí mismo por un buen rato. Voy a ver quién gana este serio mortal contra el espejo, así que se acabaron las excursiones, canceladas por mal tiempo, con o sin buena cara, me importa un pito, hoy no se venden boletos para la función. Hoy me voy, me encierro en lo alto de una torre y me hago monje. Arruino la cosecha de los días pasados. Al carajo con las relaciones humanas. Me dispararon, caí, muerto estoy, déjeme acá, gracias, fuera de la cinta automática, fuera de este jueguito tan divertido y diversificado llamado progreso, lejos de la cola de gente esperando su equipaje en la terminal del puerto. Hoy no.


Creo que perdí el ómnibus. Camino.

jueves, agosto 07, 2008

la mujer de los zapatos rojos

como dos gotas de sangre entrando en mi país

sus pies avanzan


hay tanto suspenso en su respiración

hay tanto silencio libre de alquitrán

tanto, tanto ella invitándome a bailar

girar y girar


la mujer de los zapatos rojos

nada te preguntará

las sonrisas son de todos

si te las pide, se las darás


cuántas luces reflejan en el piso azul

o es la chispa sucia del aplauso general

entre tanta gente, rimel y antifaz

señalan con el dedo a este pobre bailarín


ella me envuelve en su pañuelo y besa mi frente

lee un pensamiento que mejor esconder

su lengua es tan jugosa


este aquiles muerto quiere descansar

adueñarse de esa silla olvidada en el rincón

busco en los bolsillos un número, llamar

la puerta de salida al patio de atrás


la mujer de los zapatos rojos

pronto te vendrá a curar

la ambulancia entre los autos

el camino al hospital


por suerte tengo a alguien, ella me cuidará

me dirá cosas hermosas, no me dejará escapar

me dirá todo lo bueno de quedarse acá

y al fin quizá le crea y la nombre mi mujer

miércoles, julio 30, 2008

snif snif el fin

Cambio de estación, se fue el otoño, viene julio, mes de hombros caídos y rostro chupado. Pero eso a nadie le importa; sólo a un puñado de periodistas que disfrutan de hablar de lo mismo año tras año, del veranillo de San Juan, de la pelusa que pierden los plátanos, de las alergias, de las vacaciones, de las fiestas, los feriados y el veranillo otra vez. Sí, cómo pasa el tiempo.

Y hay una piel que se me cae, que comienza a desprenderse sin permiso, sin excusas ni explicaciones. Es la piel de alguien que había querido ser trascendente, eterno, una personita a la que le hubiera gustado figurar en las páginas de la historia como el hombre que... Es una piel que cae y que me gusta pisotear. No duele.

Y no es sólo una cuestión de piel. De este árbol también caen manzanas, sueños, edificios enteros, castillitos de naipes, cosmogonías de cartón, escenografías de papel maché y otro baúl lleno de cosas que uno acumula y construye con los años, casi sin querer, como apilando todo lo que podríamos llegar a necesitar en caso de que otro meteorito haga añicos la faz de la Tierra.

Me siento como Jim Carrey chocando en su barquito contra el horizonte. Subo la escalera que estaba camuflada bajo un par de nubes y abro la puerta hacia el más allá. Una mezcla de orgullo y de sentirme estúpido. La cantidad de años perdida: la sumo y estoy en rojo. Veo el mapa, intento descifrar el camino que quise recorrer y me pregunto para qué carajo...

La cadena me ata al palo y aunque sé que bastaría con un leve cinchón, no lo hago, no puedo, no sé, tengo miedo. Me asomo por la puerta al final del horizonte pero no abro los ojos. Olfateo la oscuridad, tengo la nariz tapada, no estoy seguro de percibir algo. De todas formas me siento un ganador por haber encontrado y abierto la puerta... O quizá esté errado y mis ojos sí estén abiertos, pero no lo sé. Acá fuera todo está oscuro. ¿Será así? ¿Será que no hay nada hecho, nada construido, ningún libro escrito, ninguna película filmada aún? ¿Adónde dará este patio ilimitado?

La pintura cae a chorros como agua por las paredes, como el sudor entre las cejas de un corredor amateur. El rojo se destiñe y asoma el amarillo, luego el verde, todos los colores, hasta dejar la madera limpia. Y luego la madera empieza a ponerse negra, en el centro, como una concha. Y blanco, un humo blanco y viscoso emerge. Y fuego. La madera comienza a quemarse y del otro lado todo es negro. Se desparraman los conceptos, se pierden, se atrofian, emigran hacia lenguas que no conozco, ¡que ni ellos mismos conocen! No se entienden, no se hablan, se dan la espalda y se van caminando, desequilibrados, tambaleándose y chocándose entre sí y contra los marcos de las puertas. Parecen buscar una salida, pero no la hay. De hecho todo es salida, todo es entrada, todo es mentira, no hay una cosa ni la otra. ¡Son libres! Aunque no sepan a dónde ir, son libres.

Pero yo no. Yo estoy atado a su puta libertad, a su incomunicación, a su no me dicen qué hacer, y me quedo quieto. Paralizado, atento, esperando, escuchando el suizo e invariable tic tac del reloj... Aunque ya no lo siento como si fuera un percutor acalambrante. Siento que podría quedarme fumando en el centro del living hasta mi muerte.

Es una simple oportunidad lo que estoy esperando, una puerta detrás de esta puerta que abrí en el horizonte. El aire acá es mucho más fresco, sin duda, pero el paisaje no me habla, me esconde las señales y no me da las instrucciones... Si es que debería esperarse algo semejante a un manual.

Canto versos en el idioma de los no nacidos, los no civilizados, de los locos, de los sordos viviendo en una alcantarilla sin ver la luz. Hablo, hablo, hablo sin conjugar los verbos. No uso las vocales. Aprieto las consonantes, me dejo llevar, gargareo en cualquier nota y sin afinar, eso no es lo que se usa ahora, no es lo que me importa. Me robo las cosas que acumulé en mi interior y las tiro para fuera, las vuelco. Les saco los zapatitos y las echo al mar, arrojándolas por el tobogán de emergencia que va inflándose a estribor, mientras este barco arde en llamas, ridículo, solitario, a grito pelado en medio del Río de la Plata.

¿Qué va a pasar cuando el último calzoncillo sucio sea evacuado? ¿Qué va a pasar cuando mi bóveda se vacíe? ¿Volaré? ¿Desapareceré tras una muda implosión?

Un cartel indica y alerta, tintinea, letras blancas sobre fondo rojo: inicio proceso de desintoxicación mundana. El sistema le desea mucha suerte. Adiós.

Me duelen los ojos, me cuesta hacer foco en el más acá. La mesa, las sillas, la ventana, las lámparas, todo parece titilar, como estrellas binarias, su esencia desdoblada entre lo que son y lo que yo siempre creí que eran. Muestran una falla, un error, una pizca de aleatoriedad entre tanta certeza. Y cansa la vista, pero aguza el cerebro y me vacía el estómago casi por completo. Me dicen que son sólo cosas, carajo, y como cualquier otra, y que si bien a veces son necesarias para cumplir ciertas funciones, también es cierto que podemos vivir sin ellas. Me confiesan que a fin de cuentas ninguna es cien por ciento imprescindible. En cualquier otro momento, futuro o pasado, hemos hecho casi todo tipo de cosas en nombre de la necesidad, cosas ahora aparentemente imposibles de ser repetidas. Hemos dormido a la intemperie, bajo un árbol, con las mochilas como almohadas atadas al cuello, hemos dormido a un costado de la ruta, improvisando la carpa en medio de la lluvia, hemos estado a doscientos y pico de kilómetros lejos de casa con tan sólo cinco miserables pesos en el bolsillo, hemos cocinado sobre una plancha de lata oxidada, hemos calentado agua en botellas de plástico, hemos sobrevivido más de un día a base de restos de martini y limón, y por sobre todas las cosas, nos hemos sentido vivos en nombre de la necesidad. Amén.

Veo por televisión el desprendimiento del glaciar Perito Moreno. Por un momento creí que mis entrañas eran de ese color blanco azulado, sólo que sin el logo de Crónica TV impreso.

¿Por qué insistimos tanto en jugar al progreso, en tomarnos estas cosas tan en serio, en atarnos a un trabajo como si fuera el último oasis del planeta? Si respiramos tan sólo unos pocos años y enseguida nos pasan para el otro lado, a reposar eternamente, para dejarle el lugar a otro. Ojalá se acordaran de enterrarme junto a un despertador que sonara todas las mañanas a las siete menos cuarto, para gozar escuchándolo sonar y sonar durante media hora, sin tener que levantarme a desactivar su infernal tiririrí.

En cuatro minutos comienza mi huelga, la sentada que organicé en mi propio living, y hasta ahora soy yo el único presente. Las palomas mensajeras que envié fueron masacradas por el enemigo, así que supongo que no pasará mucho tiempo hasta que me quede dormido. Voy a revisar el plan para mañana y besarme buenas noches.

sábado, enero 19, 2008

1º de julio, 2006, 2:00 am

Hace unos días, de noche, mi padre me preguntó si no le podía dejar libre la computadora por un rato, para mandarle un correo a no sé quién. Dije que sí, cómo no. Guardé, cerré y le cedí la silla. Él se sentó y empezó a maniobrar este aparato que tanto le cuesta. Esperé unos segundos a ver si no precisaba ayuda alguna y luego encaré hacia la escalera para bajar a comer algo. Pero sin quererlo me detuve a mitad de camino, indeciso, pensando que a esa hora de la noche mi padre ya se quedaría arriba y que si yo bajaba ya no íbamos a saludarnos ni decirnos hasta mañana. Aunque fuera de la manera insípida en que lo hacemos casi todas las noches, con él besándome en alguna parte de mi cabeza o golpeándonos los pómulos como dos torpes, sentí necesario despedirme. En cualquier otra ocasión hubiera bajado las escaleras sin pensar en nada, sin calcular si mi padre y yo íbamos a saludarnos o no. Hubiera bajado y listo, si nos saludábamos bien y si no, también. Pero no. Algo en mí hizo cortocircuito y quedé ahí parado a mitad de camino, observando el gesto de su enfrentamiento contra el monitor y la tecnología. Me acerqué, dije hasta mañana y le ofrecí un tímido beso en el cachete (aunque no lo recuerdo bien… no estoy seguro de haberlo hecho; más bien creo que me acerqué, y al inclinarme para saludarlo, él me dijo que ya bajaba, que todavía no se iba a dormir, y ahora creo recordar que entonces me hice hacia atrás, avergonzado, me di media vuelta y bajé la escalera, sintiéndome estúpido, sintiéndome entreverado entre mil brazos de pulpo, arremetido por miles de olas y vientos y tormentas y resacas). Volví hacia la escalera, bajé, evité a mi hermano que miraba televisión y fui cabizbajo hasta la cocina, conteniendo un llanto que todavía no puedo entender. ¿Será que alguna parte de mí todavía quiere decirle algo a ese señor, dedicarle al menos una vez al año una señal de cariño? Cuando estoy conciente digo que no, que todo eso ya no existe y que quizá nunca haya existido (miento en esto último, lo sé). Pero suceden estas cosas, estos baches inconscientes que me hacen dudar. Supongo que reprimidas en algún lugar de mí todavía residen acurrucadas las ganas de decirle algo. Pero no sé qué, ni cómo.