domingo, septiembre 07, 2008

tratando de escatología

Apenas empieza el domingo y ya no queda nada más para decir, decir que tenga sentido, quiero decir. Pero podría intentar eso que dicen que uno puede hacer cuando se dispone a escribir sin pensar y sin cuestionarse, digo, como si luego de cagar tiráramos la cisterna pensando en todo lo que ese torrente inconsciente de agua se llevará, como si pudiéramos zambullirnos en el torbellino y penetrar por los caños, las alcantarillas, el saneamiento público, y dejarnos arrastrar por la oscuridad, ignorando a dónde conducen todas estas cañerías. No hay que preguntar. Sólo extender los brazos hacia los costados y sentir el roce de las paredes, los ladrillos en las uñas, en las yemas de los dedos, como si fueran ojos, pero mucho, mucho más… Todos los sentidos combinados y comunicados en uno solo, único, infinito, total. Y tanto mejor si pudiéramos fabricarnos, hacer nacer de nuestro cuello, las ranuras de las agallas y respirar bajo el agua, la mugre, nuestros desechos, el flujo en que devino ese plato de comida que mamá sirvió en la cena de hoy. Nosotros fuimos los transformadores y ahora lo estamos apreciando con nuestro sentido único y total, ¿por qué deberíamos espantarnos? Es un producto bien nuestro, un producto producto de nuestra ingesta de productos, viajando por este cacaducto sin duda alguna. Y con los brazos extendidos hacia ambos lados, la cabeza echada hacia atrás, sintiendo el roce de los cuerpos en nuestros cachetes, sintiendo el agua filtrarse a través de nuestros dientes, rechazando sin quererlo los pedazos de choclo y las hilachas que retienen accidentalmente los pelos de nuestra nariz. Nariz que ya no huele por sí misma sino que está unida a los otros sentidos que ya no son sentidos por sí mismos sino que se encuentran, como dije antes, en profunda sinergia. Y podemos dejar de lado nuestro cerebro también. Perder el sentido último, el primero, y el del medio. Perder todos los sentidos y volvernos incoherentes, dejar de preguntarnos qué cosas y seguir la flecha, las flechas, por más contradictorias que sean, o incluso agarrar los carteles que contienen a esas flechas y usarlos como remos o quillas para divertirnos en la corriente hospitalaria que nos lleva y nos amansa sin saber siquiera nuestros nombres o nacionalidad, ¡porque no le importa, no le interesa! Ella nos tiene y nos mantiene como parte del juego y sería propio de nosotros respetarla y no hacerle preguntas ni darle respuestas que ella no nos ha pedido. Sólo podemos abrir la boca, tragar y decir que todo ha estado de maravilla, de veras muy rico. Saludar, limpiarnos las comisuras de los labios con este pañuelo que va allá a lo lejos, mirarla (ya no con los ojos, ¡sino con todo el sentido total!) y decirle, con una mano en el corazón, ¡con todo el sentido en el corazón!, que debemos volver a casa, pero que esperamos todo esto se repita pronto. Y muchas gracias.