sábado, julio 15, 2006

hasta lunas

Hoy a la mañana tuve un sueño. Es cierto que ahora me cuesta ponerlo en palabras con el mismo encanto que lo soñé. Eso es algo que pocas veces podemos hacer. A medida que el día se estira, las impresiones del sueño se diluyen, y cuando uno quiere contárselo a otra persona, o incluso a sí mismo, siente que algo ya se perdió y se seguirá perdiendo si no nos apuramos. Ahora sólo recuerdo que tuve la sensación de haber vivido algo profundo, algo extraordinario.

Soñé que un grupo de personas, entre el que me encontraba yo, estábamos parados en una calle adoquinada, mirando al cielo. El entorno se parecía al cuadro del café de Van Gogh (La terraza del café por la noche, según mi traducción), pero sin tanta luz y sin amarillos. No hacía calor ni frío, y todos mirábamos al cielo, expectantes, presintiendo que algo estaba a punto de suceder. Y así fue. En lo que pudieron haber sido horas o segundos, la luna se duplicó, tal como si viéramos a una célula reproducirse a través de un microscopio. Todos los ojos mirando al cielo, unos a otros tocándonos los hombros, pateándonos sin machucar, por todos los medios cerciorándonos de que estuviéramos despiertos. Y lo estábamos. O al menos así lo creíamos y era mágico. Desde el cielo, dos ojos blancos nos devolvían nuestras miradas terrestres, abiertas, blancas, y pidiéndonos que esperáramos, que aún faltaba más.

Eclipse, eclipse, es escuchaba susurrar… Dos eclipses, en realidad, fue lo siguiente. Dos sombras igual de redondas, pero más pequeñas, comenzaron a devorarse lentamente a las esferas pálidas. Sin apuro, ambas lunas se mantenían en silencio, igual que nosotros, como si fueran la pantalla donde se proyectaba una película, y nosotros, los espectadores, mirando hacia lo alto sin preocupación de tortícolis. Seguíamos tocándonos los hombros, algunos ya abrazados. Al llegar al centro, ambas sombras se detuvieron, y las bolas blancas sintieron encontrar sus pupilas. Pestañearon. ¡Las lunas pestañearon, pestañearon hacia nosotros! Todos reímos asombrados y tiramos al aire los sombreros que no llevábamos puestos. Los ojos nos volvieron a pestañear, como indicándonos que hiciéramos lo mismo, que podíamos y debíamos hacerlo, si queríamos evitar que nuestros ojos se resecaran a la intemperie. Pero apenas podíamos despegarlos del firmamento. Se escuchaban gritos de alegría y carcajadas, risas, llantos, todo junto, entremezclado.

Poco a poco el viento calmó y así estuvimos un largo rato, estáticos como en un cuadro, hasta que un leve movimiento se percibió sobre nuestras cabezas. Las lunas pestañearon por última vez y las pequeñas pupilas iniciaron su éxodo hacia fuera del círculo, deshaciendo los mordiscones y devolviéndole a las lunas su blancura, su acné. Y el silencio se convirtió en velorio, en sepulcro. Algunos bajaban sus miradas, evitando la despedida, y se contemplaban entre sí, exigiendo tímidamente algún tipo de explicación. Y hubo quienes las dieron. Según ellos, todo este espectáculo no había durado más que unos pocos segundos, en realidad, y se trataba apenas de una ilusión causada por ciertas condiciones climáticas que ocurren muy esporádicamente. ¡Pero bien que habían tenido sus ojos estacados allá arriba! Al escuchar sus palabras, pronunciadas en ese tono serio y seguro que tanto detesto, comencé a enfurecerme. Estuve a punto de insultarlos, de levantar un adoquín suelto y golpearlos con saña.

Sin embargo, antes de que concluyeran su disertación con la misma amable y estúpida sonrisa con la que empezaron, desde arriba se oyó un gorgoteo y todos volvimos a mirar. Como si se tratara de un reflejo en el agua, las lunas comenzaron a titilar con un pulso cada vez mayor. No sabría describir con exactitud cómo ocurrió, pero de un segundo a otro aquellos ojos dejaron de ser dos y volvieron a ser uno. De golpe el cielo perdió su cara y murió. De su traje negro ahora sólo colgaba mal cosido un botón blanco, como un defecto que se vislumbra en la oscuridad, como una mancha de pintura blanca e indeseada, insulsa, grisácea, casi perfecta pero muerta. Y entonces corrí. Me abrí paso entre la horda y me acerqué a un oficial de policía, que estaba recostado contra una columna y tenía un periódico bajo el brazo. Si lo que decían esos cínicos respecto a las condiciones climáticas era cierto, yo quería saber cuáles eran esas condiciones y cuándo se volvería a repetir todo aquello. Así que le arrebaté el diario al oficial y no me preocupé por su reacción. De todas maneras, él me sonrió y alzó su vista al cielo, como quien ya hubiera visto ese fenómeno tantas otras veces. Hurgué en el periódico, recorrí desesperado las páginas, buscando las palabras humedad, temperatura, dirección e intensidad de los vientos, presión atmosférica, etcétera, etcétera, etcétera… Pero todo era noticias sobre economía y deportes. Apenas una referencia a la temperatura en un recuadrito minúsculo. Me sentí impotente y frustrado. No sé por qué pensé en los hijos que no tengo, en que alguna vez me gustaría enseñarles lo que vi, ¡¿pero cómo iba a hacerlo sin saber cuándo ni cómo volvería a ocurrir?! Tiritando por la incertidumbre, tiré el diario a la calle y le di la espalda al público. Luego clave la vista al suelo, apagué la luz y me desperté, para evitar que me vieran llorar.