sábado, diciembre 17, 2005

muerte de un asesino

A las diecisiete horas cero dos minutos del día de hoy di muerte al matamoscas. Sin velorio ni entierro, sin despedida recordable, según mi disposición. Esta mañana prometí no tomar venganza contra las moscas. Quiero creer que el episodio de ayer, el de la taza de café, fue sólo un accidente. Cualquiera puede tropezarse donde no debe. Es por eso que, para no caer en la tentación, decidí prescindir de los servicios del matamoscas.

El matamoscas era de plástico rojo y llevaba varios años en desuso. No recuerdo cuándo fue la última vez que salí de caza con él. Hace no mucho tiempo descubrí cuánto más fácil es ahuyentar las moscas con un simple sacudón de mano. Incluso he logrado espantarlas sin derrochar tanta energía y sin distraerme de mis actividades. Basta un leve soplido para que ellas entiendan que el tiempo de molestar se acabó. Casi todas las moscas son seres inofensivos y bien educados. Por supuesto, como en todas las familias, siempre hay algunas que molestan más que otras, hasta cuando duermen, pero ésas son la minoría.

Ahora veo que cazar moscas sólo constituye una mera diversión, un pasatiempo, una excusa para contrarrestar el sedentarismo. Hay moscas más rápidas que otras. Las más jóvenes, aquellas de dejaron atrás la infancia y no han llegado todavía a la senectud, son atrevidas. Pululan en la cocina y se acodan sin temor junto al pan, el azúcar, la carne y un largo etcétera de alimentos. Ellas saben que son rápidas, inteligentes, y que tienen una vista mucho más aguda que la del hombre. Saben que a nadie le gusta interrumpir su comida, y mucho menos para matar a una insignificante mosca. En todo caso las personas las ahuyentan, y las moscas no pierden nada. Al contrario, gozando de su aparente insignificancia, dan una vuelta, se fuman un cigarro y se acodan otra vez en la mesa.

Hay personas que no saben matar moscas contra el viento. Yo solía hacerlo. Era como jugar al ping pong. Pero no se trataba sólo de diversión, aclaro. A veces era la dignidad de la especie humana la que estaba en juego, y uno debía defenderla, aunque no valiera la pena. Hay personas que persiguen cautelosamente a las moscas. Ven la mosca, hacen silencio, se acercan al matamoscas, lo agarran y vuelven la vista hacia donde estaba el insecto. Pero las moscas perciben el movimiento y pocas veces permanecen en el mismo lugar. Así que el victimario (“Sr. V” de aquí en adelante) rastrea la habitación, ve otra vez la mosca y se acerca a ella con el matamoscas en alto. Pero qué lástima. La mosca percibió el nuevo movimiento y se fue volando al living. El Sr. V afloja sus músculos y camina como un ser normal tras la pista del insecto. Una vez en la puerta vuelve a levantar el matamoscas, tensa sus músculos y mira alrededor. Ni rastros de la mosca. Ni un zumbido, ni un movimiento, nada. Pero el Sr. V no se da por vencido tan fácilmente. Está decidido a encontrar la mosca, sea como sea, y es por eso que incurre en un show poco menos que humillante. El Sr. V, seguro de que nadie lo está observando, comienza a blandir su matamoscas a diestra y siniestra, a lo largo y ancho del living, hasta que al fin da con el paradero de la mosca y ésta sale revoloteando por ahí. La mosca se posa sobre la cortina y mira de reojo, mientras el Sr. V piensa si acaso las moscas no mancharán las paredes de sangre como los mosquitos, y en ese caso ¡qué diría la Sra. V! La mosca se aburre y se manda mudar detrás del televisor. Batalla perdida para la humanidad.

No debe existir espectáculo más indignante que ver a una mosca tomarle el pelo a una persona. Como la mayoría de la gente desconoce la posibilidad de reventarlas contra el viento, esperan a que el insecto se quede quieto para cazarlo desprevenido, por la espalda. Cobardes. Quizá estén matando a mosquitas muy veteranas, casi seniles, o a mosquitas muy jóvenes, aquellas que todavía no han revelado los secretos del mundo que las rodea. Ellas no saben por dónde andan, sólo siguen su instinto. Todavía se sienten confianzudas y aterrizan sobre cualquier superficie, ignorando que morirán segundos más tardes, aplastadas por un cobarde matamoscas.

Así es que yo decidí liberar espacio en mi casa y dar muerte al matamoscas. No vale la pena conservar cosas que uno no va a usar más. Aunque no se trata sólo de eso, insisto. Ese matamoscas destartalado, ese pedazo de plástico rojo, ese invento primitivo es el monumento a la estupidez humana, a la pérdida de tiempo, al derroche innecesario de energía. Y con tantas desventajas que juegan en contra de ese aparato, a veces me pregunto si acaso no lo habrán inventado las propias moscas, para divertirse a costa nuestra. No sé. Dejo la interrogante. Yo por mi parte creo haber alcanzado un nivel superior de inteligencia, donde me resulta tan simple y bello convivir en armonía con las moscas y los mosquitos.