viernes, septiembre 23, 2005

restos de un tiempo

1

A veces me resulta saludable relajar los músculos faciales, distender el resto del cuerpo, entrecerrar los ojos mientras sonrío placenteramente, y arquear la espalda toda hacia atrás, hasta donde mis vértebras son capaces de soportar. Absorbo entonces una gran bocanada de aire sucio, lo retengo en mis pulmones entre la mugre y el asco y me incorporo rápidamente de cabeza sobre el papel para enchastrarlo todo con tinta roja. Suelto las riendas del carro y dejo que la infinidad de arañas reprimidas y deformes que cohabitan silenciosamente en mi inconciencia estallen más allá de toda frontera.

Un impresionante vómito premeditado. Una inmensa bola de fuego que me dispongo a contemplar en el vacío de una soledad que se hace ruidosa, por momentos, pero termina siendo cautivante. Entonces, cuando la humareda se disipa ahí me veo a mí mismo tomando una silla y poniéndola sobre la acera mecánica de la sociedad.

Apenas alcanzo a recostarme y a estirar las piernas, ya las horas, los minutos y los segundos se arrojan sobre mí como salvajes criaturas hambrientas. Esos espermatozoides mutantes, con cabeza de murciélago y cuerpo de lombriz, me embisten desde atrás, asomando los colmillos y los ojos descarriados; me rasguñan la espalda, los hombros y la nuca, y siguen su curso monótono a todo vapor. Y yo resisto quedamente, cabizbajo, quizá por ignorar la salida del circuito, por algún capricho u obsesión, o por motivos que rayan el masoquismo. Permanezco quieto en mi sillita acolchonada, perfumada por quién sabe qué sustancia química creada artificialmente por las manos de algún hombre u otro tipo de máquina.

Así acepto el maltrato que perpetra este tiempo occidental re-re-re-reciclado y cada vez más veloz, más violento, más desastroso. Cierro los ojos y lo oigo respirar, lo siento venir como un ser dividido y multiplicado, muerto y revivido, rehecho y convertido en una entelequia automática, encarnado por cada uno de sus infinitos lacayos: más y más horas, minutos y segundos, décimas de segundo que aparecen y desaparecen súbitamente. Centésimas de segundo, milésimas... Miro de reojo pasar los parásitos. Diezmilésimas, cienmilésimas, millonésimas... y de pronto pasan a ser diez millones de cabecitas negras y peludas que arremeten violentamente contra mi espalda por cada segundo que pasa. Cien millones, mil millones, un billón de golpes ininterrumpidos. El horror se extiende desde el horizonte como una áspera línea negra. Me traspasa. Un corroído hilo metálico corre a través de mí a alta velocidad, incinerando mis entrañas, destartalando mis sentimientos y estremeciendo mi quietud.

Soy empujado por todos ellos, bicharracos asesinos, victimarios de la esencia, y me ordenan desprender inmediatamente mi trasero de la silla. Me gritan dando órdenes, me abofetean. Vociferan insultos y continúan fustigándome. Que me levante, que me levante, que me ponga de pie de una vez por todas y camine... ¡No! Que corra, mejor. Rápido, rápido, bien rápido, moviendo ágilmente esos pies mantecosos. ¡Ya! ¡Ya! ¡Ya! Que el tiempo se acaba y yo sigo ahí sentado en el lugar de siempre, con los brazos colgando sin apuro, paciente e inmóvil, portando el mismo gesto de respuestas mudas y de mirada perdida. Y eso hace mal, me gritan. Que corra, que corra, que corra y no me deje influir por la gravedad, que despegue los pies de la cinta, pues el tiempo vuela, se va lejos y no hay vehículo que se desplace tan rápido como para alcanzarlo; él no se detiene por más que Dios insista. El Tiempo ha sido el artilugio perfecto, la evidencia más contundente con la que poner fin a todas estas charlas filosóficas e inútiles. Al fin, el Tiempo nos ha permitido verificar con total seguridad y rigor científico que el Todopoderoso ya no es quién para decirle nada a nadie, dictar órdenes o condenar a los pecadores con su obsoleta prepotencia celestial.

La divinidad se ha vuelto mecánica. El Tiempo y sus servidores se han convertido en la nueva fuerza motora y le han arrebatado el timón del barco Humanidad a su antiguo dueño. La eternidad ha sido quebrada mientras los hombres, envueltos en su inacabable rutina gris, contemplaban el litigio sobrehumano allá en lo alto, aplaudiendo y glorificando al moderno fetiche. La fe por la cual los hombres se aferraban a la idea tranquilizadora de un Dios casi palpable ha dejado de ser el soporte fundamental tanto para la vida individual como colectiva. El Tiempo precisa inexorablemente de cosas reales (y rentables) para mantener activa su enorme maquinaria. Toda forma y expresión del espíritu se ha declarado inutilizable, lejana, extraña, irreal... ¡ilegal!, y los hombres tienen ya completamente justificado su salto a la hoguera, para inmolarse sólo por el fin de mantener el aparato funcionando. El flamante artificio temporal, que aparentemente se aprestaba a devolverles tanto a los mortales –demasiado privados antaño de su cuerpo y lujuria-, los ha apresado a todos entre los dientes de su engranaje para succionarlos cuando sea necesario, como una bestia sedienta de combustible.

Por eso yo resisto sentado, ignorando el dolor en mi piel provocado por el roce continuo de las alimañas ejecutoras del tiempo. Siento los golpes, sí, y cada picotazo breve pero constante, constante, constante... como una imagen confusa y dispersa, al principio, que poco a poco se va encogiendo y endureciendo, hasta convertirse en una pequeña úlcera capaz de ser removida. Entonces entrecierro los ojos nuevamente y logro aislar la piedrita dentro de mí. La oigo flotar y retorcerse del dolor. Yo, en cambio, ya no lo siento. Puedo ver lejos en mi mente cómo el tiempo no se mueve en realidad, cómo estos parásitos que aparecen por la parte del horizonte ubicada a mis espaldas y desaparecen por la que está allí, diametralmente opuesta, se repiten uno tras otro. Son siempre los mismos. ¿Acaso dan la vuelta al mundo, trazando sin cesar el mismo círculo? ¿Por qué, entonces, oigo los gritos desesperados de gente que me repite que el tiempo se acaba, que hay que aprovecharlo, que la vida es corta? Quizá el tiempo no se mueva, cabe pensar. Quizá el tiempo no exista de manera absoluta y seamos nosotros más libres y plenos de lo que creemos ser.

¿Para qué vestir relojes entonces? ¿Qué es lo que miden todos esos artefactos no tan nuevos, no tan viejos? ¿Qué extraño hechizo evoca sobre nosotros ese par de agujas que gira en simultáneo con estos bicharracos homicidas? ¿Qué lleva a que nos detengamos en una esquina cualquiera y, mientras observamos al sol escondiéndose detrás de los edificios, pronunciemos irreflexivamente la frase mágica: “Ay, cómo pasa el tiempo”? ¿Por qué de repente nos sentimos incisivamente observados, inhibidos por ese minúsculo pero tan poderoso tic-tac que late allí debajo, aferrado a nuestra muñeca? ¿Por qué interrumpimos una conversación o estropeamos una mirada seductora para ver qué hora es, cuántos minutos han transcurrido desde la última vez que vimos el reloj?

Al fin y al cabo esa nebulosa vacía autodenominada “Tiempo” parece contener en su seno el método más fácil y estable, el más adaptado a la definición de “rutina”, para organizar y controlar nuestras propias vidas. La promesa en que confiamos al venir al mundo, de que “alcanzaremos todo lo que queramos ser, siempre y cuando nos dispongamos a ello”, nos ata implícitamente a la obligación de aprender y asimilar las reglas de esa maquinaria cósmica, de encajar eficazmente dentro de sus parámetros. Todo redactado en letra diminuta.

Al principio nos negamos y escupimos sobre el papel. El doctor vuelve a insistir. Y nada. El doctor sacude una, dos, tres y cuatro veces nuestras nalgas, cada vez con mayor fuerza hasta que finalmente firmamos. Entonces, tan pronto como sea posible nos obsequian un reloj y nos piden por favor que desconfiemos de nosotros mismos, que hagamos caso omiso de la naturaleza y evitemos todo contacto con ella; que la apartemos, la ignoremos y le digamos que miente cuando se nos muestre como la más verdadera y única forma de organización, capaz de envolverlo todo con su armonía bondadosa y eterna.

Por tanto hoy ha llegado el momento de levantarme de esa silla, tomarla por el respaldo y alzarla lo más alto que pueda apretando bien firme la madera, mientras río y lloro al mismo tiempo, conteniendo toda esta rabia y aire sucio en mi interior. Darme vuelta y enfrentar a todos los servidores del Tiempo mentiroso, que ahora tan sólo parecen una hilera confundida y raquítica, una inofensiva bandada de mariposas de papel carbonizado.


2

Mientras los restos de tiempo extensivo se retuercen ardiendo sobre la tierra, deposito la silla a un costado de la acera mecánica, acatando irreflexivamente las órdenes dadas por alguien que no parece ser yo. Obedezco así a cualquier acto reflejo, librando mi cuerpo a su propia voluntad, como si hubiera perdido totalmente el control sobre él.

Mi pasmo es infinito. Contemplo el estallido y evito responder a esa voz que me martilla y me pregunta qué voy a hacer ahora que aquel Tiempo ha muerto. Y los demonios del Tiempo ya por algún motivo sabían que su fin llegaría inmediatamente, pienso yo, que tarde o temprano, mientras continuaran ejecutando sus juegos asesinos y persiguiendo a mi mente tranquila, la muerte los iba a encontrar. Yo confiaba, yo esperaba.

Fue cómico. Poco antes de comprender totalmente qué me ocurría (y qué me ocurriría), me dispuse a contemplar tranquilamente aquel espectáculo que se avecinaba, como quién compra algo de comer y espera callado en su butaca el inicio de la película. Mi estómago había comenzado a hincharse y el resto de mi cuerpo se estremecía cada vez que me surcaba hasta la nuca un escalofrío. Y tras cada cimbronazo yo volvía a insistir en quedarme quieto, terco, aferrado a los apoyabrazos. Un calor vacío y agrio me corría por las venas, como un vasto río de lava y sus afluentes, mientras yo permanecía al borde del asiento, a punto de caerme y diluirme en mi propio infierno secreto.

Definitivamente el Tiempo y sus líneas del horror se habían extendido mucho dentro de mí, como un chicle seco y pálido ya de tanto ser masticado. Se habían ido estirando y estirando, impulsándose a sí mismos hacia delante, yéndose más y más allá. El Tiempo disfrutaba forjándome ese daño, aplastándome contra la cama de tortura, gozando al ver cómo mis extremidades se alejaban del centro de mi cuerpo y cómo yo gritaba y nadie me oía… hasta que el delgado hilito blanco que parecía quebrarse con sólo clavarle la vista, explotó. Una inmensa bola de fuego seco se propagó en mi interior, blandiendo llamaradas y escupiendo gotas ácidas, intentando provocar el mayor estrago posible antes de quedar reducida a cenizas.

Entonces al fin todo calmó y la temperatura comenzó a descender lentamente. Yo me incorporé sintiendo los dolores y eructé. Una pequeña nube de humo rojizo se elevó un poco hasta detenerse frente a mi nariz; apenas quise preguntarle qué hacía ella dentro de mí, se deshizo instantáneamente y cayó a mis pies.


3

Abolida esa masa de tiempo irreal, los espacios y las experiencias se contraen volviéndose más intensas y vívidas. La ansiedad ha desaparecido y ahora sí puedo disponerme a caminar serenamente, avanzar a paso lento si es necesario pero ya sin nunca detenerme jamás a pensar en cuánto falta o cuánto ha transcurrido. Ahora sólo veo el agua discurrir y me propongo sumergirme. Lo único desconcertante, capaz de provocarme por momentos cierto temor irrisorio, es esa viscosidad que pulula en el horizonte y que hace borrosa la imagen final del puerto de la salvación. Se siente como andar a tientas sobre una plataforma móvil, confiando ciegamente en el único hecho cierto de que el agua siempre va a parar a algún lado. El agua estancada, por el contrario, termina pudriéndose.

Transcurren los primeros instantes posteriores al estallido y la ausencia de aquella antigua regla temporal me hace sentir nauseabundo. Leves mareos y retorcijones de estómago que estoy dispuesto a soportar. Los ojos que ayer llevaba clavados estúpidamente en el horizonte quiebran ahora con extrañas visiones de otras épocas remotas e infértiles y se prestan para guiar a mi cuerpo entre las aguas de diferentes aromas y texturas. Lo que antiguamente ignoraba comienza a esclarecerse ante mi cabeza abierta, y puedo comprender hasta las cosas más diminutas e intrincadas. Todo se hace más intenso y mi fuerza crece para hacerse más abarcadora, al tiempo que la complejidad inextricable de este mundo hechiza a mis sentidos y les hace entender que jamás podrán saberlo todo.

viernes, septiembre 16, 2005

brazos inútiles

mis brazos caen como dos remos
que no alcanzan a tocar tu garganta
las distancias ahogan todos los susurros
todos caen al río y se hunden

por más que apunte no puedo oler
tu sombra detrás del horizonte
sólo recuerdos de la última vez
ciegos cantando tu nombre

quiero crecer en tu cuello
ser tu amuleto
ser el fuego y la sal
todo tan cierto

pero lejos caminan tus ojos celestes
lejos mis dedos no pueden tocarte
no pueden cerrarse, no llegan a ser
más que un abrazo en los sueños

sábado, septiembre 10, 2005

composición automática de escritura indescifrable número uno

Quiero componer para el cadalso que corroe mis entrañas con telarañas de palabras que desconozco, aires que se cuelan sobre mi lengua húmeda y quieren decirte sin decir nada, choques eléctricos de la conciencia que se transforman en tinta invisible, en cantos vacíos, en el eco de hojalata que suena como canción y rueda por el campo. Un bosque de árboles. Otro que no pudo hundirse bajo tierra y limarme la punta de los pies. Mis uñas limpias untan con manteca el aluminio. La torta calza justito y yo me alegro. Agarro la cuchara y la entierro en la mermelada de uva. No, la parra está seca, tía. Hay una guerra de corchos en el garaje, dicen. Diego se esconde detrás del sillón de hierro que parece una cárcel pero no es nada, sólo un refugio para los corchos y la artrosis. Paradójico. Sus músculos aún se despliegan libres, fuera de toda carga temporal, lejos de sus síntomas, tierra y camino por el que vamos a ningún lado, un cadalso que canta sólo para mí. Solo. Para. Todos con las cabezas para afuera, recibiendo en la boca todo el viento que deja atrás el parabrisas, con las migas de la torta en el regazo y el perro que nunca tuvimos ladrando como siempre, lamiendo los restos de la comida que todavía no ha salido del horno. Otro bosque de árboles. Árboles vida, árboles leña, árboles estantes sobre los que caen las fotos, las fotos que sacamos en el viaje que nunca hicimos a lo de la tía.

sábado, septiembre 03, 2005

la cafetera huérfana

Estamos a mediados de otoño y los días son gélidos. Parece invierno. Ayer volví de Buenos Aires. El viaje dura seis horas, de Tigre a Carmelo y de Carmelo a Montevideo. Y aunque uno se acostumbra y las horas pasan cada vez más rápido, más iguales, el tiempo sobra para pensar en las cosas que me quedan pendientes para hacer cuando llegue a casa. Siempre que vuelvo hago lo mismo. En algún bolsillo llevo una pequeña libreta y una birome. Una vez abordo y con los pies acomodados bajo el asiento de adelante, saco la libreta y comienzo a hacer la lista. Los primeros puntos son casi siempre los mismos: ordenar el dormitorio, quitar aquellos papeles de allí y ponerlos allá, poner los libros sobre el estante, archivar los que no quiero leer, ésos que heredé de algún lado y que sólo están ahí para hacerle compañía al resto. Y así avanzo en la lista y las palabras se van sucediendo de una manera inconsciente, por libre asociación de ideas o gracias a la mano de la lógica.

Ayer, cuando el ómnibus llegó a la terminal, guardé la birome y releí la lista. De las dieciséis acciones que tenía anotadas para hacer hubo dos que me llamaron la atención. Tres: guardar el televisor viejo que no funciona.

El televisor calzó a la perfección en un espacio vacío que vivía en mi ropero. ¿Qué hacía ese televisor en mi cuarto? El televisor sí funciona, pero no hay nada a qué enchufarlo. Ni corriente eléctrica ni antena. Sólo servía como soporte para el equipo de música que estaba apoyado encima. El hombre es un animal de costumbres. Uno puede vivir inmerso en el más inmundo de los chiqueros y acomodarse en él como si fuera el lugar más lujoso. Sólo hace falta salir unos días para darse cuenta del verdadero chiquero en el que uno vive. Si me quedara sentado en casa no podría hacer más que la lista de los mandados. Por suerte pude estar dos semanas fuera de casa. Ahora el radiograbador descansa más cómodo con todo un estante destinado para él. A su alrededor sobra espacio para apoyar otras cosas: enchufes, discos, casetes, una revista, objetos que esperan mi próximo viaje para ser incluidos en la lista de actividades pendientes.

Once: arreglar la cafetera. Este fue el segundo punto que me llamó la atención.

Debajo de la escalera de casa hay un gran armario que funciona como depósito de cosas que han caído injustamente en el desuso. Un depósito puede ser un tesoro. Por ordenar, por limpiar, por capricho o por lo que sea, muchas veces uno guarda o esconde adornos y utensilios. Luego, por olvido o desatención, esos objetos comienzan a agonizar y nadie se acuerda de ellos. Uno los abandona sin querer y allí quedan, a la deriva, con su belleza opacada tras las puertas del armario, como una madre que abandona a sus hijos o los lanza a un abismo oscuro para esconderlos de la vergüenza ajena. Objetos antiguos, pasados de moda. Bienvenidos los nuevos, plástico, telas sintéticas, edulcorantes.

Sin embargo, cuando más tarde uno recorre otras ciudades, visita otras casas y se encuentra con otras historias, se siente atraído por los objetos que tienen olor a viejo y a tradición. Como cuando una pareja viaja y entra a un café. Ellos se sientan junto a la ventana, uno a cada lado, levantan el dedo al mozo y ordenan. Están haciendo turismo y reparan en cada detalle, todo les llama la atención. Pasean su vista por el local y comentan cada cosa, cada adorno, cada objeto que les recuerda a algo y aviva sus sentimientos. Es como un olor que llega de otra galaxia, pero que sigue de largo y es también olvidado, al posarse sus ojos sobre aquel otro nuevo detalle.

Y con mi cafetera pasaba lo mismo. Mientras estaba en Buenos Aires visité a una amiga y ella me invitó a tomar café. Me enseñó los pocillos nuevos que se había comprado. Muy lindos, uno de cada color, haciendo juego con sus respectivos platitos. La acompañé a la cocina para no perder el hilo de la conversación, y allí mismo, sobre la mesada de granito, vi la cafetera. En ese instante no le di importancia y seguí hablando. El café estuvo pronto, ella los sirvió y fuimos a sentarnos al living. Fue cuando di el primer sorbo que los recuerdos se me vinieron encima. ¡Mi cafetera! Igual a la mía. ¿Dónde estará? Hace poco tiempo la había vuelto a ver, al hacer lugar para lanzar al tártaro un viejo cenicero de cristal. Le dije a mi amiga que el café estaba rico y me dio vergüenza confesar que yo tenía una cafetera idéntica, pero en desuso, olvidada en algún rincón de los depósitos. Me limité a preguntar qué café era y seguimos hablando de otras cosas.

Al bajarme del ómnibus y releer el punto once, me dije que lo primero que haría hoy era buscar la cafetera y llevarla a arreglar. Ahí estaba, esa era la razón por la que la cafetera había sido lanzada al olvido. Algo en su sistema había fallado, y en lugar de repararla, mi madre la había desterrado a los confines del armario. Me sentí culpable, estúpido y culpable. Cargué mi bolso y vine a casa. Hoy me desperté y no tuve hambre. Pensé que lo más justo era sentenciarme a un día de ayuno. Lo único que me preocupaba era llevar a arreglar la cafetera. Sabía a dónde y cómo, me acordaba qué era lo que había que arreglar. Me vestí, di vueltas, guardé el televisor, ordené un poco el dormitorio y busqué la cafetera. Revisé el armario bajo la escalera y no me detuve en ningún objeto que no fuera la cafetera. Pero ella no aparecía por ninguna parte. Revisé también mi ropero, la cocina, los cajones. Nada. Había desaparecido. Llamé a mi madre y le pregunté si se acordaba dónde estaba. Nada. Después cuando yo vaya la buscamos bien, no te preocupes. ¡Pero yo la quiero encontrar hoy!

Sé que soné muy estúpido al teléfono. Nadie se preocupa tanto por una cafetera. Si no va hoy, va mañana. Pero yo prometí que iba a ir hoy. Por lo menos debería aparecer, decir hola. De haberla extraditado para siempre, nunca se lo perdonaría. Entonces volví a revisar el armario, la cocina, los cajones. Palpé cada bolsa y abrí cada caja, pero nada. Era como si el mundo de los objetos abandonados conspirara contra mí. Y ahora me da miedo dejar pasar el día. Temo acostumbrarme otra vez al chiquero y abandonar por segunda vez la cafetera. Sé que es necesario actuar y cumplir el punto número once hoy mismo. Pero me siento frustrado y hambriento. Todos los esfuerzos resultaron inútiles y el ayuno fue cumplido a rajatabla. Todavía faltan catorce minutos para que sea martes y mientras tanto no puedo hacer otra cosa que cumplir mi condena en paz, sentado frente al escritorio, sin querer dejar que pase esta preocupación, la misma con que espero despertar mañana.

jueves, septiembre 01, 2005

años noche (bisiesto)

Unmade bed (Imogen Cunningham)