lunes, agosto 22, 2005

años noche

Veo a mi lado dos sienes frías
Durmiendo en la cama que nunca hicimos
Naufragio de soles bajo el colchón
Tan quietos como antes

Ahí viene el tiempo a echar sus redes
Sobre mi cara y tu corazón
Y este desierto que nos separa
No le dará nada, no dirá adiós

Somos dos islas cada vez más lejos
Unidas por un par de sábanas rotas
Extraña tu cara
Extraña tu piel
Extraños los ruidos al despertar

Veo a mi lado un pozo infinito
Donde cayeron nuestros hijos sin nombre
Junto mis manos, las acerco a las tuyas
Cierro los ojos y me entierro en el mar

De días felices
Corriendo en la arena
Metros antes
De la tempestad
Y ahora

Somos dos islas cada vez más lejos
Unidas por un par de sábanas rotas
Extraña tu cara
Extraña tu piel
Extraños los ruidos al despertar

sábado, agosto 20, 2005

tengo un cerebro

Esta no es la primera vez que intento comprender cómo funciona mi cerebro. Me resulta imposible imaginar cómo piensa, cómo razona, cómo se acuerda de las cosas, cómo hace para no volverse loco. Al parecer, no soy capaz de pensarme a mí mismo. Qué extraño.

Pero mi cerebro me consuela y me dice que no me preocupe, que entenderlo no es tan simple. Se ofende cuando lo comparo con el motor de un auto y me pide que siga adelante, que no me detenga a pensar en sus cosas, que no lo cuestione. Pero no puedo. A veces me maravillo tanto que grito: ¡Tengo un cerebro!

Resulta que ayer fui a cenar a lo de un amigo. Hacía más de dos meses que no lo veía y sólo había ido una vez a su nuevo apartamento. Me bajé del ómnibus y caminé hasta la puerta del edificio. Me detuve frente al portero eléctrico y leí las placas, pero en ninguna figuraba su apellido. El apartamento era alquilado, y pensé que tal vez la dueña del apartamento no le permitiera cambiar la placa. Vieja idiota. Lo más lógico era que allí figurara el apellido de mi amigo, no el de ella. ¿Por qué la gente es tan vanidosa?

Quise recordar el número del apartamento, pero no pude, así que comencé a inquietarme. Saqué una mano del bolsillo y volví a ojear las placas, repasándolas una a una con el dedo y leyéndolas en voz alta. Pero no. Era claro que el apellido de mi amigo no figuraba ahí, que en su lugar había otro apellido y que no había nada que yo pudiera hacer, excepto esperar a que apareciera algún vecino. En ese caso le explicaría la situación y todo se solucionaría sin problemas. El inconveniente, señora, es que no recuerdo el número del apartamento, pero sí sé en qué piso vive y qué puerta es. Si usted me permitiera entrar… ¿Cómo que no? Hace más de quince minutos que estoy acá afuera. Bueno, sí, claro que la entiendo. Espere. Hagamos así: yo le indico en qué piso y a qué altura del corredor está la puerta, y usted me dice el número. ¿Cómo que no?

Estuve largo rato con los ojos clavados en el panel metálico, barajando la idea de apretar cualquier botón y probar suerte. Pero soy cobarde. Quise que mis manos se desprendieran de mi cerebro y actuaran por sí solas, sin arrepentirse tanto. Pero no. Prendí un cigarrillo y me dispuse a esperar. Creo que pocas veces en mi vida me había sentido tan inútil, tan impotente.

Eché una mirada a lo largo de la cuadra y a menos de veinte metros vi un teléfono público. Fantástico, pensé. Un mínimo de esperanza. Saqué tres monedas, caminé dos pasos y enseguida me detuve, asaltado por el vacío que generaba mi memoria. La maldije. Yo sólo quería recordar el número de teléfono, pero ella no hacía más que arrojar datos inconclusos, erróneos. Siete. Error. Diez. Error. Nueve. ¡Error! ¡Error! ¡Error!

Respiré hondo, guardé las monedas y me senté en un murito cercano al edificio. No quise despertar sospechas en las personas que estaban cenando en el restorán de enfrente, junto a la ventana. Cómo las envidiaba. Ellas conversaban seguras, cómodas, con sus abrigos colgando en los respaldos de las sillas. Las vi masticar, beber, sonreír. El vidrio comenzaba a empañarse a medida que entraban más clientes.

Apagué el cigarrillo contra el murito y me quedé unos minutos mirando a través de la puerta del edificio, avivando y reavivando la misma ilusión de que apareciera algún vecino. Incluso imaginé que mi amigo bajaba y se asomaba a la vereda, aunque no sé muy bien para qué, si para tirar la basura o para tomar un poco de aire fresco.

Luego quité los ojos de la puerta, los puse otra vez sobre el teléfono público y lo insulté en voz alta. Fue un acto inconsciente. Me molestaba su indiferencia, su capacidad para quedarse ahí parado quieto sin hacer nada, dándome la espalda, con su enorme bocota apuntando hacia el restorán. Allí nadie lo necesitaba, nadie iba a darle limosna. Y yo sí. Yo estaba dispuesto a hacerlo, a depositar con gusto mis tres monedas. Pero, ¿era siete diez o siete cero uno? Maldita memoria.

Bajé la mirada. Me sentía frustrado y solo. Recogí un par de ramas secas del piso y comencé a quebrarlas una por una. Luego ubiqué cada trozo a lo largo de mi muslo, dibujando los maderos de viejos andenes. De pronto, impulsado por un nervio involuntario, me puse de pie y caminé hasta el portero eléctrico, decidido a probar suerte. Tocaría cualquier botón. Ahora sí. Me importaba un pito que fueran las once y media de la noche. Sólo pedía consideración por un desmemoriado que hacía más de una hora estaba parado a la intemperie, tragando frío y sin saber qué más hacer. Once y media de la noche. Cualquier persona entendería. Y quien no lo hiciera, tenía todo el derecho del mundo a irse al demonio. Con pequeños pasos me acerqué al portero eléctrico y sentí mi mandíbula atiesarse hasta quedar inmóvil. Miré alrededor y volví a envidiar a los clientes del restorán. Al teléfono lo insulté por última vez. Releí las placas y busqué una S. Alcé la última rama que me quedaba en la mano y con el otro extremo presioné el trescientos dos, familia Saverio.

-¿Sí? –dijo una voz masculina.

-¿Aldo? –pregunté, mientras bajaba lentamente la rama.

-Pasá –dijo y accionó el portero.

Mi mandíbula se distendió. Tiré la rama y empujé la puerta.

-¿Abrió?

Me volví para responder que sí, pero escuché el clic al otro lado del altavoz. Entré y sonreí. Mientras subía las escaleras me sentí estúpido por haber esperado tanto. ¿Quién me manda a hacerle caso a mi cerebro?

miércoles, agosto 17, 2005

tablero tierra

De repente, sin haberlo previsto, llegó el día en que él se aburrió de este mundo y se dio por vencido. Sí. Decidió salirse de su cuerpo, vomitar las bellezas concebidas por él mismo y elevarse hasta fundirse con el cielo. Al llegar, respiró profundamente y allí se quedó, meditando sobre lo que había hecho.

Pasaron las estaciones y él no se movió de su rincón entre las nubes. Estaba quieto, esperando una paz cualquiera que lo aliviara. Pero no podía. Se perturbaba cada vez que entreabría los ojos, miraba hacia abajo y veía a su cuerpo, inútil, torpe, intentando sobrevivir sin él, que estaba en otra parte. Le daba lástima y lo sentía necesario, las dos cosas al mismo tiempo.

Pero llegó el día en que no fue capaz de extrañar una gota más y decidió hacer un nuevo intento. Expulsó de su memoria todos los recuerdos y se acurrucó. Se dejó bañar, esperó a estar bien pequeñito y su piel toda arrugada, y nació otra vez.

Sus primeros años fueron fáciles y sólo bastaba un llanto o extender la mano para tener el mundo entero en su boca. Sonreía, lloraba, y todos parecían entenderle a la perfección. Creció, habló, caminó, pero todo eso le aburrió rápidamente y volvió a alzar la vista al cielo. Al día siguiente de aquel invierno, cuando nadie lo veía, aprovechó la fuerza del tedio y volvió a desligarse de su cuerpo, que ahora no le dolía tanto. Apenas se asomó fuera de sí, el cielo lo absorbió tal como lo había hecho antes.

Pero esta vez ya no pudo esperar tanto y quiso nacer de nuevo, enseguida, sin dejar pasar siquiera una estación, sin meditarlo un segundo. La ausencia lo mortificaba y él extrañaba ansioso. Desesperaba. Y cuando se acurrucó bajo la canilla, todo dispuesto para descender en blanco, lo perturbó un pensamiento. Por más que intentaba no podía llegar en su memoria hasta aquel momento en que decidió lanzarse como rayo al mundo y nacer por primera vez. No podía pero deseaba poder. Le era necesario para decidir si arrepentirse o no, y no podía, pero quería, y no podía, y le era necesario saber para optar. Si no lo veía en un recuerdo, no podría hacerlo, no podría descender en paz. Pensaba, pensaba. Pero no se le ocurría nada. ¿Acaso habría sido su propia decisión la de bajar y convertirse en materia? ¿No habría algún otro ser anterior a él que le hubiera ordenado llevar a cabo ese descenso? Pensaba, pensaba… Nada. No podía llegar al origen, ni mucho menos ver si había, aparte de él, algún otro culpable de su situación. Pensó por última vez. Como no obtuvo respuesta, decidió pensar que sí, que había otro, y se entregó así sin más al olvido.

Y nació.

Cuando recuperó el habla se asombró de la cantidad enorme de cuerpos que pululaban por el mundo. Los veía en mapas y en los anuncios. Ciudades enteras repletas. Edificios, edificios, expediciones a otros planetas, y por más que quiso sentirse orgulloso de todos ellos, no pudo. Veía cómo los que antes habían sido sus cuerpos ahora se mataban unos a otros, se lanzaban como bestias sobre sí y se escupían. Entendía ahora que él no era el responsable de todo eso, o, al menos, eso era lo que quería creer. Le costaba aceptar que por errores de cálculo, por meditaciones rápidas o vacías, ahora el mundo estuviera como estaba. No podía ser él, debía de haber otro, alguien anterior a él, alguien que fuera responsable de todo eso, por favor. Haría un último intento por recordar algo, pero no. En cambio, se arrodilló y elevó una plegaria, en la que ni siquiera él era capaz de creer.

jueves, agosto 11, 2005

mitad silbido

me interno en la oscuridad
con las manos en los bolsillos
un moisés frío en medio de la noche
el viento rabioso me quita el humo
otra bocanada que no pude sentir
las lentas chispas que vienen de la calle
se entreveran con los relámpagos
de un viejo televisor
el frío se hace frío y se cuela por mi ropa
todos los abrigos no son suficientes
y aunque cierre los ojos
igual
me mezo en los pies, soy celeridad

anclada en medio de cuatro paredes
caen del cielo diez mil gotas densas
estiro la mano y siento el crujir
diez bolsas negras tiritan nerviosas
la parra quieta resiste otro invierno
hace quince años
igual
me absorbe la nube, soy humedad
sobre una alfombra dibujo trompos
burbujas de truenos y de ruidos
me tiñen
de sal

aprieto los ojos y me daña el viento
el leve zumbido se vuelve estertor
aprieto los ojos, aprieto los ojos
daño, viento, zumbido, estertor
ahora más cerca las olas perfectas
abren su boca, enseñándome sus dientes
suben inmensas, mojan mis llantos
me hacen pesado y escribo caer

domingo, agosto 07, 2005

pienso en la rana

Todos los días había una rana que me esperaba sentada en la vereda. Yo salía de casa, cerraba el portón y le eructaba. Ella nunca me miraba cuando me iba a la escuela, pero siempre se reía, burlándose de mí. La quería matar, librarme de ella, asarla a la parrilla.

En casa mamá solía prender la estufa a leña. Mi padre nunca lo hacía. A veces comprábamos morcilla, chorizos, algo de carne y asábamos todo ahí, con un par de morrones y una cebolla. Era rico comer los inviernos. Se iba el frío y dejaba cuatro platos servidos en la mesa, dos vasos de vino y dos de agua. Casi nunca comprábamos Coca Cola, aunque mis padres tomaran vino. Ellos decían que su botella les duraba una semana y que la Coca no valía la pena porque se nos iba en el día. Eso decían.

Me gustaba cuando venía el camión cargado de leña y tiraba los troncos frente a casa. Mi hermano, mi madre y yo los llevábamos en carretilla hasta el fondo. No sé por qué mi hermano y yo siempre estábamos vestidos con la misma ropa, con el uniforme de gimnasia de la escuela. Muchas veces vestidos igual, no sé por qué. Y mi padre nunca estaba. Él trabajaba hasta tarde y nunca aparecía antes de las nueve. Sólo los domingos podíamos hacer cosas juntos. El camión se iba y entre los tres llevábamos todo hasta el fondo y lo apilábamos contra la pared. Me gustaba cuando prendíamos la estufa en invierno. Me gustaba bajarme del ómnibus y ver el humo saliendo de la chimenea. Podía sentir el calor media cuadra antes de llegar a casa. A veces el sabor a carne. Espantaba la rana, abría la puerta, tiraba la mochila, me sentaba junto a la estufa y miraba televisión, mientras la grasa caía a chorros sobre las cenizas y la saliva se me hacía ríos en la boca. Me gustaba ver a mamá cortando el pan a través de la puerta de la cocina. Odiaba cuando la tranquita del piso se zafaba y la puerta vaivén nos separaba intermitentemente. Qué estúpido mi hermano. Siempre que pasaba desbloqueaba la puerta y nunca la volvía a poner en su lugar. Entonces mamá quedaba de aquel lado, cortando pan, y yo de éste, mirando la carne asarse en la estufa, alternando la vista entre la grasa y la televisión, ansiando que llegaran los reclames para ir a robarle una rodaja y asaltar la parrilla.

Más que la carne me atraía el paisaje de brasas ardiendo, y nunca hice caso de las advertencias. ¿Por qué me iba a mear en la cama si jugaba con fuego? Siempre sospeché y descubrí las mentiras. Cuando no había nadie más en casa solía agarrar un pomo verde, llenarlo de alcohol o kerosén y rociarlo sobre la estufa. No sólo para encenderla. Me hipnotizaba ver el chorro de combustible prenderse fuego y sentir mi cara iluminada por el calor. Me gustaba apretar el pomo lentamente y arriesgarme, achicando la distancia entre las llamas y mi mano. Lo mismo hacía con los aerosoles y todo lo que pudiera incendiarse. Diarios, revistas, petardos, facturas de teléfono. La sonrisa piromaniaca se me dibujaba de oreja a oreja. Se estiraba demasiado. A veces dolía. Verde, ansiosa, chispeante, como la rana que nunca más rió desde la vereda.

Pero ahora no compramos más leña. Hace tiempo que no cargo los troncos hasta el fondo y no siento el olor media cuadra antes de llegar a casa. Y mi padre sigue llegando tarde, aunque los martes y jueves hace el esfuerzo para salir temprano e ir al club en el auto con mamá. A ella le gusta cuando pueden ir juntos, aunque no lo demuestre. Una vez cada quince días aprovechan el viaje y traen una garrafa de supergás, porque en la estufa a leña ya no hay más leña. Ahora hay botellas de vidrio llenas de agua y flores, y también una olla de cobre y una plancha antigua de metal negro. Las morcillas, los chorizos y la carne se hacen en el reluciente hornito de metal, a fuego moderado, sin chispas ni brasas. Los morrones y las cebollas las calentamos en el microondas.

Ayer domingo comimos carne y mamá compró Coca Cola (a ellos todavía les quedaba vino en la alacena). Abrí la botella y serví para mi hermano y para mí. Mi vaso era más grande y lo llené hasta el tope. Miré a mi hermano pero él no dijo nada. Parecía no importarle, como si de pronto hubiera dejado atrás los milímetros y los puñetazos. Mamá no se sorprendió al ver que la botella bajaba tan despacio, y se olvidó de repetir que en realidad no debíamos tomar nada durante las comidas, que si queríamos había que hacerlo una hora antes o una hora después. Eso decía, mientras acompañaba el bocado de carne con un sorbo de vino.

Antes de pararme le ofrecí a mi hermano servirle un poco más y él asintió con la cabeza, mientras contaba su chiste del gallego que contrabandeaba carretillas. Luego tapé la botella, recogí las sobras y me levanté de la mesa. Guardé todo en la heladera, agarré una manzana y me fui a ver televisión. Al pasar destrabé la tranquita del piso y la puerta vaivén se cerró, asegurándome que no oiría los resoplos de mamá al quejarse de lo difícil que era limpiar el hornito de metal. Tiene más vueltas que el oído y la grasa queda pegada en los alambres y hay que calentar agua y pasarle con la de aluminio y por qué no compramos ravioles. Me dejé caer en el sillón y prendí la tele. Arrimé la estufa, la puse en dos y me quedé quieto, tieso, mirando fijo a través de la ventana, intentando recordar si lo que me había esperado tantas mañanas en la vereda era una rana o un sapo, si era yo el que eructaba o ella la que me croaba tan atrevida.

martes, agosto 02, 2005

vuelvo en cinco

¿Con quién quiero hablar? ¿Qué quiero decir? ¿Tengo algo para decir? Acabo de decidir no pensar más. No sé por cuánto tiempo. Quizá sólo deje de hacerlo hasta terminar de escribir esto, que no sé qué es. ¿Una carta? ¿A quién? No, nada, a nadie. Es que estoy apagado y se me ocurrió sacar esto. Después voy a leerlo y ver qué hice. Tal vez así sea más fácil despertar. Repito: no sé qué es esto. ¿Tormentas olvidadas de otras épocas, crisis esperando explotar? ¿Qué será? Peleaba ayer por tener tiempo libre, y hoy que lo conseguí, ya no tengo ganas de usarlo. No sé dónde estoy ni de dónde escribo. Yo estoy aquí, sí, es cierto, eso es fácil de decir. Pero no me engaño. Hay algo que no cierra como todos los días. Otras veces la cuestión es bien simple: estoy triste o alegre, o en un punto intermedio. Pero hoy no es así. Hoy es raro. Me siento en otro lugar, tal vez en un pasado no tan lejano. Unos dos o tres años atrás, quizá, una tarde gris, un par de lágrimas tímidas, internas. ¿De qué? No recuerdo. Tal vez por eso haya viajado hasta ese instante. ¿Adónde voy, quién me lleva?

Ahí estoy, ya casi estoy, pero no sé a qué vengo. Ahora estoy fuera de mí, a un lado, viéndome recostado contra la pared de la ventana de mi cuarto que da hacia el balcón, mirando los edificios al otro lado de la calle. Luego más allá, lejos, con la mirada perdida. ¿Adónde estoy mirando, a quién, por qué no miro hacia adentro? Me lamento, me estoy lamentando, pero creo que también estoy un poco contento. Esa sonrisa en la cara, debe ser porque siento estar vivo. Sufro entonces existo. Soy yo, soy yo, pero no sé por qué, no hay nada que me defina, una palabra, nada, salvo un inmenso dolor. Dolor que ahora, con lejanía, ya no siento. Quizá sea eso lo que me perturbe. Ya no siento aquel dolor, más bien ninguno. ¿Por qué? ¿Adónde fui? Otra vez deseo tanto desintegrarme. Sé que estuve en el pasado, me sentí vivo, pero ahora no lo sé, ya no más. Me han matado y sigue viva mi piel, al menos por estos días. Me siento vacío y mi vista se pierde mientras ceno junto a mi familia. No tengo de qué hablar, no siento ser el mismo de antes, aunque antes sólo quiera decir una semana atrás. Ya no tengo ganas de hacer nada, estoy apático, y se me perdió el por qué y el cuándo volveré. Me paro, voy al baño, vuelvo, me siento, echo a andar un disco, finjo estar alegre o ser yo mismo. ¡Finjo frente a mí mismo! Pero nada, no vuelvo, nadie vuelve. No tengo la más pálida idea de dónde me quedé, pero confieso, a pesar de todo, que me gustó escribir esto. Aun siendo nadie, me gustó decirlo, decir que no soy nadie y que no estoy acá y que no sé cuándo voy a volver y que ya me fui pero que no sé a dónde y que si alguien me busca, no estoy, que regreso en cinco.